Lo heredó un hermano que no vive por aquí, así que lo vendió enseguida. El nuevo dueño consideró un estorbo este árbol, que cuanto menos triplicaba su edad, y lo cortó sin ningún escrúpulo.
A finales de los años ochenta fue mi última visita a esa estupenda y viva catedral, tan tupida que apenas dejaba pasar la luz entre sus hojas. Había llovido bastante y las nueces habían empezado a abrirse para germinar. Las planté entonces en macetas, muchas macetas, que cuando se hicieron pequeños arbolitos regalé a los amigos que podían trasplantarlos al campo (no recuerdo quienes eran, sólo a Ester, de Bilbao, y que ahora vive en México). ¡Espero que sus hijos, de aquel nogal y de Ester, crezcan sanos y hermosos!
Este dibujo lo hice entonces, en un cuaderno tan grande y grueso que tardé varios años en rellenar.
Que los pueblos no tengan documentado su patrimonio natural y la idea generalizada de que un árbol no es más que un objeto cualquiera, está haciendo que desaparezcan legendarios árboles que dieron sombra y frutos a nuestros antepasados. Aquí, el propio Ayuntamiento ha cortado alguno como el ciprés del patio del Colegio de las Monjas y ha permitido que se arrase la alameda de la calle de los Maestros y gran parte de la del Hondo. Sólo quedan algunos olivos milenarios en algún olivar cercano al Pardillo, y los cipreses del cementerio. No sé en qué estado estará la morera de la tía Isabel de Coca y la palmera junto al Bar España; pero me temo lo peor.
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