No todos vivimos en el mismo mundo. Todos tenemos una visión diferente de lo mismo. Sólo hay que reconocerlo, asumirlo.
Me levanto como si siguiera el camino y paseo por Bilbao. Una ciudad fea que trata de maquillar su pasado como parque temático. No tan sucia y deprimente como la que recorría hace 35 años y donde, por primera vez, vi Nazarín y Viridiana de Buñuel. No veo bares y cafeterías clásicos. A las ocho y media, todo cerrado. El punto se lo dan esas montañas verdes que lo rodean. Me tomo un café mientras leo un periódico en una cafetería de señoritos. Carlos me llama y quedamos frente al Museo de Bellas Artes, donde están instalando una terraza bajo una arboleda.
Dentro del museo, disfruto con la cara de una de las hermanas de La Dote de Damian Forment, unas manos rotas de la Virgen cogiendo las de su hijo en la Sagrada Familia de Joaquín Mir, José Luis Zumeta, todos esos bichos en la mente de San Antonio, que se retira con una escobilla, ese gorro catalán del siglo XIII con forma de luna, ese San José mosqueado en La Natividad de Giotto, el Moratín de Goya, el Festín burlesco de Jan Mandijn, esa comunión que parece de Goya y El Patio de Rusiñol.
Invito a los chicos en un restaurante caro que me recomienda Alfonso y que está muy bien. A Amancio le parece el blanco normalito, como el suyo (pienso en su mundo).
Carlos vuelve a encender la tele para dormirse. En mi mundo, la gente no se duerme con la tele puesta. Me despiertan Maru y Ángel con Cuba todavía en el coco. ¡Oh, ese caluroso mundo!
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