Las mujeres habían despellejado los conejos, los niños ya habían comido y dormían entre las pieles, junto a la fogata. Luana venía con leña. Enseguida la reavivamos hasta que el fuego tocó el techo y lo manchaba de negro. Puso la carne bien cerca, para acabar antes.
Me senté en mi piedra mientras ella miraba mis heridas y cogía el emplaste de su boca. Aquella masa verde me hacía sentirme bien, al igual que la infunsión de tila y la lumbre. Revisé las flechas y fui desliando las puntas rotas. Luana metía los tendones en el charco. Las castañas nos avisaron de que era el tiempo.
Comimos hasta hartarnos y luego volví a mi piedra. Fui poniendo las piedras talladas al final de las varas y luego las até con los tendones mojados, tensándolos con las fuerzas que me quedaban. Los demás dormían o follaban, mientras veía cómo la pared parecía moverse con el temblor de la luz. Luana hacía un collar para Mirt con los huesos de un conejo. Podrían pasar lunas mirando, pero me dormí.
Me desperté con sucesos dentro. Alguien que caminaba con fuego me iluminaba ambos lados de la cara. Algo raro y sublime me entró, como si me hinchara y el vello se erizara. Me quité las legañas. Luana y yo nos lamimos y, luego, lo hicimos con Mirt.
Los tendones estaban secos. Pulí las puntas en mi piedra, poco a poco, la punta hacía polvo y mi piedra también, se hacía cada vez más pequeña. Hacía marcas para divertirme, porque todo no fuese siempre igual. Nos comimos las sobras. Salimos con la luz. Oí los pájaros entre el machacar de las piedras.
Revisé las puntas la luz puesta. Las dentadas rotas ya eran demasiado pequeñas para pulir. Me acerqué a la pequeña oquedad que por la noche me entretuvo. Con la punta estropeada hice una línea como la cabeza de Mirt cuando se ponía contra el fuego, de forma que aquello fuera el agujero de la nariz. Después marqué fuertemente el ojo para que vibrara. Lo desperté, corredor incansable, mi muerte salva, mi favorito de Luana, para que viese cómo movía la cara, cómo movía los ojos a un lado y otro con el fuego. Después de unos saltos y otros tantos grug, fue a tocarlo, pero su cercanía rompía el hechizo, como, al despertar, aquel suceso de dentro se desvanece.
Ejemplos de caras prehistóricas y el auténtico Pepillo, el primero. |
Este primer retrato que se conoce, acaban de leerlo Sergio Ripoll y Francisco Javier Muñoz, de la UNED en una pared de la cueva de Ambrosio, en Almería, enlazado con el perfil de una cabra de mayores dimensiones y compartiendo orificios (un agujero del hocico de la cabra es un ojo del personaje, a la izquierda en la foto, sobrepintados en negro y rojo; estos grandes animales descubiertos antes y grabados después que el personaje). Y le han llamado Pepillo, o Pepeillo como se dice en Almería. Y tiene unos 23.000 años.
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