viernes, 24 de febrero de 2012

entre pimentel y chiclayo

Sueño que los colegas me han jugado una mala pasada en este hotel acristalado de un rascacielos de Dios sabe dónde. En un descuido me han dejado toda la cuenta de las copas y el montante es una pasada. Necesito tranquilidad y pido tabaco al elegante camarero, que me trae en un platillo de plata un solo cigarro Hamilton azul, junto a un mechero atado con un cordelillo, como en los quiosquillos rodantes de Perú.





Desayunamos muy ricamente en el porche del hostal Garuda. Beni tiene la nariz verdosa amarillenta. Volvemos a la leche concentrada libre de lactosa semidesnatada para gringos concienciados. Estos que se ponen a escribir postales, mientras los críos suben por las barandillas como gatillos morenos de pelo lacio. Lo bueno de las postales es que uno las escribe cuando está a gusto y, necesariamente, son breves. Transmiten felicidad. Yo suelo comprarlas, escritas, en mercadillos y librerías de viejo. Me gusta leerlas.
La marea ha bajado tanto que se ven muchos metros de arena húmeda y muchos peces muertos y algún barco encallados. Familias enteras se apretujan bajo las sombrillas, carritos venden tajadas de sandía (de éstas ovaladas), descargan sacos de contrabando del Ecuador, los motocarros traen los quioscos portátiles de raspadilla y tortitas de choclo. Los caballitos de totora vienen cargados de peces, los exponen tumbados dando, con la boca abierta, las últimas bocanadas.
Nos sentamos en nuestro quiosco favorito. Los surfistas se echan al agua y empiezan a coger olas. Dos tortitas de choclo y un vasito de cebada que me sabe a café. Nicolás y Lis nos saludan. Una señora amenaza con irse porque hay moscas. Es a nivel nasional señora, busque una playa sin moscas en todo el Perú, dice José. Cuando nos levantamos para irnos, Valentina nos dice: no se apuren señores, sientense. Ya nos vamos a Lima. Nos damos las manos, nos deseamos lo mejor. Lo mejor para la gente buena repartida por Perú.
Pillamos asiento cómodo para Chiclayo en combi. Paseamos por la Plaza de Armas, por la sombra. Al sol no hay quien aguante. Por el Mercado Modelo, el más grande de Perú. Cuadras y cuadras de puestos bajo sombrillas. Frutas, carnes, pescados, ropa, zapatos, relojes, artesanía, novelas de verano, marcianos, selulares libres de bloqueo, pegamosca para la mosca, música y videos evangélicos, cuyes, conejos lánguidos, codornices mechadas, pavos, perros incas con pelo sólo en la cresta. Me gustan los zapatos de segunda mano arreglados, mantienen la belleza del paso del tiempo con lustre. Cepillan las mazorcas moradas, quitan las uvas pochas de los racimos.
Buscamos aire acondicionado y nos metemos en un sitio pijo, donde un abuelo se pide un vaso de agua y se echa una siesta que paqué. Miro el periódico español y veo que estos chicos ya se han puesto a dar palos. No dan ganas de volver, pero los días se acaban y empezamos a interesarnos por España.
Paseamos al bajar el sol. En las plazas se ven hermosos pretinos, un precioso árbol parecido a la ceiba muy común en los bosques secos tropicales de esta región. Oigo una canción de letra graciosa, que me cuentan es de Saña, un pueblo de gran tradición afroperuana, descendientes de esclavos que cantaban canciones eclesiásticas con las letras cambiadas:
Estaba Santa Lucía 
bailando con San Alejo
y el demonio le decía 
Ajusta viejo cangrejo.

Y me dan unos nombres para buscar en internet: Cristian y Abel Colchado, Juan Leiva, Brando Briones.
Nos vamos a la terminal. Dibujo en la espera. Los asientos son impresionantes. Atravesamos montañas y dunas de arena, y pueblos polvorientos en un profundo sueño.

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