lunes, 6 de febrero de 2012

el altiplano



 Quedamos con Miguel para despedirnos. Nos trae una cajita de toffees, ¡más majo él!. Vemos San Francisco, que se agradece de interior simple con ladrillos vistos. Recorremos las calles pequeñas y torcidas de detrás, lo que se supone el primer asentamiento, con solados de adoquines y casas de sillería blanca con geranios en las paredes. Y también la Iglesia de San Lázaro con su placita, en honor a Sevi, y su capilla del Señor de la Paciencia que, sentado en un sillón con la cabeza apoyada en la mano derecha, espera nuestros ruegos, con paciencia sí, pero con gesto de fastidio.
De seguida vamos a la Terminal Terrestre y montamos en un bus regular y menos que nos lleva con demora a Puno, donde hemos decidido subir por La Candelaria y revisitar el mítico Titicaca.






El Altiplano es grandioso y sereno, ahora verde y húmedo. Produce un estado de sorpresa y bienestar que no cesa en todas las horas que lo recorremos. Viajamos sobre un plano verde donde corren los ríos, avanza la vía del tren, crece el pasto y se reunen las llamas. A veces hay casas con corrales de piedra. La explanada se rodea de lomas verdes más amarillentas de itsu y, detrás, de más lomas que van haciéndose montañas y van acabando en picos de piedra. Más atrás crecen, se vuelven marrones óxido y sus picos se llenan de nieve. Estamos en los cuatro mil metros y aquellos nevados en los seis mil. De vez en cuando aparecen formas caprichosas de rocas y acantilados.

 Llegamos a Juliaca, que es el pueblo más feo del mundo en el entorno más bello. Todo se está construyendo. Las calles son de barro, escombro y basura. Los monumentos de cemento malogrado con colores de feria. Las ventanas, sin carpintería, de cristal ahumado y con arcos de visera. Como si hubiera tocado la lotería y todo el mundo hubiera decidido gastarse el dinero sin ton ni son. Los edificios emblemáticos de la Universidad y adyacentes son pretenciosos, aparatosos y feos. El alcalde ha puesto en todas las entradas Bienvenidos a Juliaca con unas grandes letras tridimensionales blancas y amarillas que giran las rotondas. El bus para un rato. Me fumo un Hamilton azul.

Y por fin Puno. De noche mucho mejor que de día, la llegada es espectacular. La luna llena ilumina el agua del Titicaca y siluetea las montañas. Desde sus faldas bajan millares de luces pequeñitas amarillentas hasta la orilla del lago jugando a subir y bajar por las lomas. Se meten rectas marcando los malecones en el agua.
El bus se interna y empiezan a oirse trombones, trompetas y bombos. Grupos grandes con gorritos y ponchos. Las combis se llenan. Entre ellas, algunas mujeres se levantan esas gruesas faldas plisadas y mean. Los trombones aparecen lacados de blanco, detrás bailan moviendo pañuelos. Todavía es un ensayo, algunos grupos aparecen en chándal o ropa de calle.
Seguimos el olor de unos pollos a la brasa. Pedimos medio para los dos, pero estos pollos son de corral y, cuando nos lo ponen, todo el mundo se queda mirando, ellos han pedido un cuarto para dos. Las brasas le han dado un sabor riquísimo. Les regalamos las patatas a las vecinas, que picotean lentamente las miguillas que les quedan. La hija nos cuenta que mañana habrá más ensayos. Nos retiramos debajo del paraguas.

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