Por la tarde entramos en la olla de la trasera de Copacabana, un círculo de unos dos kilómetros de diámetro formado por montañas en círculo con peñones hermosos. El trozo no cubierto es el que da al lago. Allí circulan arroyos que vierten en él y surten de agua a todo el llano plagado de chacras con habas, papas y otras plantas que desconozco. Llegamos hasta la pared de enfrente donde llega un camino empedrado a una hacienda española, en cuyo patio hay un bosquecillo de eucaliptos y la tina del Inca. Bonito, todo me parece bonito. Dibujo la hacienda, las montañas con sus piedras caprichosas, el camino primitivo de vuelta y Copacabana desde este camino.
Antes que se ponga el sol, paseamos por la bahía. Las barcas, los niños jugando al futbolín. Un niño con un montón de chapas (no colecciona, casi todas son iguales). Le cambio una que no tengo por dos difíciles para que no se mosquee la madre, las de las cervezas Paceña negra y El Inca, que no se ven mucho por aquí. Vemos el sol ponerse y con la puesta llega el frío.
Lo más ridículo de este pueblo es que es el paraíso de los hippies argentinos y chilenos, estudiantes de vacaciones baratas que se disfrazan de andinos y beben vino y tocan la tena y el tambor en los cafés y venden artesanía mucho más fea que la local y mucho más cara. Y da un poco vergüenza su pose europea con los trajes devencijados andinos. Pero no tiene la menor.
Tomamos unos cafés y yo me lío con la computadora.
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