jueves, 20 de junio de 2019

de la pola a oviedo





Amanecemos seriamente perjudicados por el exceso de vino y tabaco en la noche anterior. Rulan las pastillas para aguantar el largo día. No puedo comer, me bebo un vaso de leche fría en el bar de la patrona. El pueblo, como todos, está encajado en un valle que solo tiene una dirección y dos sentidos. Vamos hacia el norte siguiendo el curso del río Lena, y luego el del Caudal. En La Pola, las casas son de la misma altura y, a pesar de que son de pisos, todo resulta armónico, como si los hubieran construido a la vez, en los años cincuenta.

Es angustioso el camino por la AS-242, sin arcén y sin desbrozar los márgenes. Las hierbas te obligan ocupar el carril. Un poco antes de Ujo, un puente peatonal nos cambia al otro lado, por un camino más agradable, hasta Ujo. Allí veo su iglesia románica sospechosamente nueva aunque sea de finales del siglo XII. Resulta que, en1922, el trazado del ferrocarril obligó mudar la iglesia de sitio, convirtiéndola en un engendro donde aún pueden saborearse pequeños detalles en el ábside semicircular (único elemento que queda de la iglesia original al no cambiar de sitio) o la portada con sus arcos concéntricos (zigzags, palmetas y rollos zamoranos) y un precioso capitel de Daniel a punto de ser devorado por los leones. Busco al cura para sellar, pero ha abandonado la iglesia y la sacristía. Me sella la panadera de enfrente, que confiesa que suele hacerlo.


Hasta Mieres el camino es un paseo fluvial paralelo al río Caudal, a dos carreteras, a las casas alineadas de los pueblos y a los polígonos industriales, que resulta, comparado con el resto del camino, estresante y ruidoso. Solo llama la atención una nave de ladrillo en el área industrial de Sovilla, la antigua Estación Termoeléctrica de la Sociedad Hullera Española, que explotaba las minas de la zona, y cuya finalidad era producir electricidad quemando hulla. Por su estilo, se le atribuye a Gaudí, pero podría ser cualquier otro arquitecto conocedor del modernismo catalán. En Mieres paramos a tomar café yo me bebo un zumo de naranja. Interesantes el Grupo Escolar Aniceto Sela de 1925, el Ayuntamiento, el edificio de viviendas La Innovación de 1956 y el mercado de abastos de 1907, cuya plaza, según nos cuentan, se llena de puestos los domingos. El paisaje se va ablandado, aparecen las primeras huertas. Cogemos otra vez la AS-242, subiendo incansablemente hasta el alto del Padrún, donde caen unas cervezas con los bocatas del jamón que sobró anoche, en la sidrería Ángel. La subida ha sido más fácil de lo que presagiaba el perfil. Con un tramo de bosque de avellanos y arces. La bajada, sin embargo es trepidante y rompepiernas, por túneles de avellanos y arces hasta Olloniego, en el valle del Nalón. Después de la torre y el palacio de Muñiz, en el Portazgo, cruzamos el Puente de Castilla y desde el mojón leguario que indica que Oviedo está aun legua y media, subimos un camino empedrado de fuerte pendiente, con trozos de suelo embarrado o cubierto de mierda de vaca, bajo los árboles y la amenaza continua de ortigas gigantes, que nos llevará al alto de la Picullanza, desde donde ya divisamos Oviedo. Bajada por un castañar. Cansados ya en la última subida a la cumbre de la Manjoya, entramos a los primeros barrios de Oviedo. En una sidrería nos terminamos los bocatas con cerveza.


Empieza a chispear. Llego al albergue, que está cerrado. Busco la Catedral. Justo detrás, está nuestro hotel. Nos duchamos echamos una siesta reparadora. Visitamos después el Museo de Bellas Artes de Asturias, distribuido en varios palacetes. Disfruto frente a muchos cuadros. Ribera, Sorolla, Alberto Sánchez, Joaquín Torres, Juan Carreño... Me sorprende Aurelio Suárez, un pintor autodidacta de Gijón, me gusta. Cenamos en Casa Bango, en la plaza Daoíz y Velarde, un clásico de Oviedo comprado por los dueños del Siete Plazas. La comida está hecha con cariño. Muy ricas las cebollas rellenas, las alcachofas y el queso gratinado. Nos bebemos dos botellas de Resalso, lo que aporta una ayuda incuestionable al sueño profundo.

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