viernes, 7 de junio de 2019

los viajes de charlye milward

    Un día borroso del otoño de 1870, una lancha de vapor soltó amarras del embarcadero de Rock Ferry, sobre el río Mersey, y se acercó resoplando al buque de Su Majestad Conway. Los dos pasajeros eran un niño de doce años y un clérigo enjuto, con las facciones curtidas por los años de labor misionera en la India.
    El reverendo Henry Milward se había convencido de que por mucho que azotara a su hijo con la suela de las pantuflas no conseguiría enmendar su carácter díscolo, y había resuelto enviarlo al mar.
    Dos años más tarde, una vez terminada la instrucción básica, se empleó en la firma de Balfour y Williamson y se hizo a la mar. Su primer barco fue el "Rokeby Hall", que transportaba carbón y vías de ferrocarril a la costa occidental de Estados Unidos y volvía cargado con nitrato de Chile. Dejó dos relatos de su viaje de aprendizaje. Uno es un cuaderno de bitácora con anotaciones lacónicas, típicas de un marino, y escritas a menudo con mano trémula: "Cargamos 640 bolsas de nitrato de sodio. Isla Bardsey en ángulo recto con la quilla. El marinero Reynolds despedido contra la rueda del timón. Lesionado". O (como único comentario sobre la vuelta al cabo de Hornos): "Cambio de rumbo del NNE al S"E.
    El otro es una colección inédita de narraciones marinas que escribió durante su vejez en Punta Arenas. Algunas de sus historias extravagantes son un poco caóticas y reiterativas. Quizás estuviera demasiado enfermo para terminarlas, o tal vez otras personas lo desalentaron. Pero "a mí" me parecen estupendas.
    Asentó por escrito todo lo que recordaba, sobre barcos y hombres, en el mar o en tierra; los viajes en tren; los sórdidos puertos del norte de Inglaterra; sobre los adoquines húmedos, las chinches de las fondas baratas, y los tripulantes que volvían borrachos a bordo. Y en el trópico, al viajar sobre el bauprés, se veían las velas fláccidas y la estela blanca que la proa abría en el mar oscuro; o desde el penol convulsionado se veía cómo las olas verdes rompían sobre la cubierta, y había que recoger velas empapadas o endurecidas por la escarcha; o uno se despertaba una noche en medio del cierzo frente a Valparaíso, con el barco escorado, y oía cómo su amigo le aconsejaba: "Duérmete, feo, pequeño tonto, y no sentirás cómo te ahoga".

Bruce Chatwin, En la Patagonia, Ediciones Península, Barcelona 2016. Original en inglés 1977.

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