domingo, 23 de junio de 2019

la vuelta en cuatro trenes


Ya muy temprano, camino hacia la estación de ferrocarril. Desayuno un mal café. Al lado, una chica repasa en voz alta unos apuntes para el examen de oposición a Magisterio, que se celebra hoy. Le deseo que le salga ese tema. Es la bibliografía, me dice, hay que meterla siempre con calzador. Hay tres puertas a los andenes, dos libres y una con cola. Esta última es la mía. Afortunadamente, no hay tecnología de seguridad. Los fumadores apuran el último cigarro en el andén. Abro el libro de Roger Deakin que compré en la Cervantes. Como es de Impedimenta, me imagino a Pilar Adón leyéndolo en una casa de piedra sobre un promontorio cubierto de verde. Mientras Roger se baña en lagos, estanques y ríos, tras el cristal aparecen los bosques de castaños, robles, avellanos y hayas que en el camino cruzamos por abajo. Desde aquí apenas si se ven sus siluetas tras la niebla. Verdes densos, cables, puentes, viejos trenes oxidados y cubiertos de graffiti, pero sobre todo la oscuridad de los túneles. Tantos túneles que la vuelta a la tenue luz de los bosques sumergidos en la leche, es volver a respirar, salir del agua. Otro nuevo desfiladero compartiendo con los ríos y las carreteras. Estamos más tiempo bajo tierra. El sol lucha tras la niebla que oscurece estos grandes valles. A veces aparecen sitios conocidos ahí abajo y nos veo cruzando el acueducto asombro de Jovellanos, el puente de Alba, la térmica de La Robla. Siento un revoloteo al pensar que deshago el camino, ahora solo.

Después de un montón de robles y chopos verticales, cruzamos León. Un enorme nogal a las dos horas de viaje. El tren acelera sobre cultivos delimitados por líneas verdes de árboles y arbustos. Todo se hace plano, aparece el cereal amarillo, las encinas, Palencia y parada en Valladolid, donde los fumadores salen otra vez al andén. Cientos de bloques de pisos iguales. Pinares y el resto arrasado.  Oscuro otra vez atravesando la sierra de Madrid, encinas salpicadas, naves de empresas, las altas torres de la Castellana, las torres Kio y Chamartín. Escaleras eléctricas arriba y abajo. Otro tren a Atocha por la catacumbas de Madrid. Un horrible bocata de calamares en El Brillante y otro tren a Ciudad Real. El sol apenas si deja ver el campo arrasado. Me pregunto cómo puedo vivir en este horno desierto, a unas horas del Paraíso. Dibujo a la gente, que duerme o se hace la dormida. A las dos estoy en Ciudad Real, donde cojo el último tren. En el vagón solo hay una chica: María, mi oftalmóloga. ¿Te recogerán en Almagro?, pregunto. Sí, la hija de Juana, ya estará allí.


La casa está vacía. Beni cumple los años y está en Puertollano. Cojo las llaves y el Renault 4. Ceno con ellas embutidos de Salamanca, pisto y un tempranillo de La Solana. Cuando bajamos la cuesta que llega a Aldea, empieza a oscurecer. Pero no es que se haga de noche, que ya se hizo hace un buen rato y vamos con las luces encendidas; es otro tipo de oscuridad acompañada de música. Me temo que pronto desapareceremos y empezará a salir una lista interminable de líneas de letras blancas. Y los fumadores ya se habrán levantado con el ansia del último truja.

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