Después de un montón de robles y chopos verticales, cruzamos León. Un enorme nogal a las dos horas de viaje. El tren acelera sobre cultivos delimitados por líneas verdes de árboles y arbustos. Todo se hace plano, aparece el cereal amarillo, las encinas, Palencia y parada en Valladolid, donde los fumadores salen otra vez al andén. Cientos de bloques de pisos iguales. Pinares y el resto arrasado. Oscuro otra vez atravesando la sierra de Madrid, encinas salpicadas, naves de empresas, las altas torres de la Castellana, las torres Kio y Chamartín. Escaleras eléctricas arriba y abajo. Otro tren a Atocha por la catacumbas de Madrid. Un horrible bocata de calamares en El Brillante y otro tren a Ciudad Real. El sol apenas si deja ver el campo arrasado. Me pregunto cómo puedo vivir en este horno desierto, a unas horas del Paraíso. Dibujo a la gente, que duerme o se hace la dormida. A las dos estoy en Ciudad Real, donde cojo el último tren. En el vagón solo hay una chica: María, mi oftalmóloga. ¿Te recogerán en Almagro?, pregunto. Sí, la hija de Juana, ya estará allí.
La casa está vacía. Beni cumple los años y está en Puertollano. Cojo las llaves y el Renault 4. Ceno con ellas embutidos de Salamanca, pisto y un tempranillo de La Solana. Cuando bajamos la cuesta que llega a Aldea, empieza a oscurecer. Pero no es que se haga de noche, que ya se hizo hace un buen rato y vamos con las luces encendidas; es otro tipo de oscuridad acompañada de música. Me temo que pronto desapareceremos y empezará a salir una lista interminable de líneas de letras blancas. Y los fumadores ya se habrán levantado con el ansia del último truja.
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