
Dice Marta que no podré subir al monte Naranco con esa niebla, así que voy a terminar la visita inconclusa a San Julián de los Prados. De camino, desayuno en la cafetería Bocado rodeado de libros. Sofía, la simpática camarera, tiene una extraña relación amor-odio con un cliente vejete. La retrato mientras tanto, y ella, satisfecha, le hace una foto al dibujo.
Por un precio ridículo, nos explican esta iglesia que formaba parte de un complejo palatino a las afueras de Oviedo. Era la iglesia de la corte a principios de siglo IX. Nos presenta una continuidad con los romanos y visigodos. Mantiene muchos frescos que, aunque sin figuras humanas ni animales, recuerdan a los de Pompeya. Luego, me dejan sentarme para tomar algunas notas. Paseo por su exterior y después camino hacia el Naranco, ya despejado, para ver San Miguel de Lillo y Santa María. Del interior del primero solo puedo ver las jambas de la puerta de entrada, que alguien copió de un díptico bizantino y en las que destaca una escena de circo, con acróbata y domador de leones; y del segundo no recordaba haber visto la planta baja y el baño, o lo que fuera, del semisótano. Me resulta curiosa esa decoración recurrente de cordones.

Voy a casa a descansar. Marta me enseña sus cuadros hechos y empezados, y me explica su manera de hacerlos (pintando con las manos y sobre un fondo con el centro claro y que va oscureciéndose hacia los extremos), lo que le interesa y lo que no. Me gusta esa búsqueda del misterio como la clave que retiene a quien lo observa. Exhala ilusión, como una niña pequeña de pelo rojo. Le hago una foto subido a una banqueta para conseguir su propia perspectiva picada, y luego le hago un dibujo en el ordenador.

En casa, me despido de Marta, hago la mochila, me bebo un trago de kefir y me encamo, que mañana hay que madrugar.
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