Desde arriba de la Sierra del Cuchillo ya se ve la Colegiata de Santa María de Arbás, con la teja roja y los muros de una piedra verdosa, y las Casas de los Canónigos contiguas. Damos mucha vuelta, bajando por el valle Madera hasta el río, para llegar a Arbás del Puerto. El Mesón Quico está cerrado, hace ya mucho tiempo por las pintas, y la Venta Casimiro cierra los lunes; así que no podemos conseguir las llaves para visitarla. Pasamos por una puerta abierta al patio y vemos el ábside románico, con los canecillos labrados, que dibujo, y que representan distintas figuras extrañas de animales y humanos (un felino, dos cerdos, una pareja, un santo barbudo). De aquí vamos al Puerto de Pajares por la nacional 630. Nos tomamos unos cafés y unas cervezas en el parador. La balconada enseña un paisaje espectacular: toda la cordillera cantábrica en capas de montañas que van diluyéndose en el fondo y, delante, un tremendo barranco que tenemos que bajar. El camino nos sube al Alto de la Gobia para pasar la frontera de Asturias. Los tablones de madera de los Cuatro Valles leoneses se convierten en mojones de hormigón. Una fuerte bajada por La Calera hasta la carretera N-630 y ya todo es bajar el valle del Pajares.
La pendiente es tan fuerte que se hace dolorosa. El camino atraviesa un bosque de hayas y acebos con sus llamativas frutas rojas. Entre ellos hay también chopos, fresnos, nogales, abedules, robles, espinos, avellanos, saúcos y serbales de los cazadores. Una verdadera fiesta con mogollón de viejos invitados. Después hay un tramo sin árboles, tupido de helechos que tapan brezos y aulagas. En un giro entramos nuevamente al bosque, ahora con más robles la izquierda y abedules a la derecha. Antonio carga de agua la botella en la fuente de San Miguel, saliéndose un poco del camino. Enseguida llegamos a Pajares pueblo. Estoy agotado, las rodillas rotas.
Pajares es bonito, con casas de piedra y una pequeña iglesia y algún hórreo de madera. Se mantiene intacto el edificio de El Portazgo y solo el arco de la entrada al antiguo hospital. Los perros asilvestrados están tumbados en las calles, ni se inmutan al vernos. La gente saca las macetas a la calle y está todo lleno de flores. Hay alguna huerta. Detrás el gran barranco de donde venimos y esas inmensas montañas. La casa es chula. Un edificio típico de aquí, con los muros de piedra y los marcos de puertas y ventanas de ladrillo. Tiene dos habitaciones en la buhardilla y abajo un gran salón con cocina americana. La dueña nos ha reservado para comer en el único bar: El Mirador. Una ensaladilla rusa regada de vinagre de Módena y pechugas empañadas con un vino toledano con gaseosa, tirados sobre la mesa, sin ninguna simpatía (¿Habremos perdido al entrar en Asturias?). Por aquí, coincidimos con los peregrinos que encontramos en todas las paradas. Los de Santiago llegaron hasta Campomanes, las italianas están en el albergue. El brasas dale que te pego en la mesa de al lado.
Lavo la ropa y enciendo la chimenea para que se seque. Paseo por el pueblo. La gente se sienta en la calle a charlar. No muestran los móviles. Ceno sin ganas, mal. A la camarera se le cae el brazo de gitano. La ropa se ha secado. Encienden esa tele tan grande y yo me entretengo escribiendo esto.
La pendiente es tan fuerte que se hace dolorosa. El camino atraviesa un bosque de hayas y acebos con sus llamativas frutas rojas. Entre ellos hay también chopos, fresnos, nogales, abedules, robles, espinos, avellanos, saúcos y serbales de los cazadores. Una verdadera fiesta con mogollón de viejos invitados. Después hay un tramo sin árboles, tupido de helechos que tapan brezos y aulagas. En un giro entramos nuevamente al bosque, ahora con más robles la izquierda y abedules a la derecha. Antonio carga de agua la botella en la fuente de San Miguel, saliéndose un poco del camino. Enseguida llegamos a Pajares pueblo. Estoy agotado, las rodillas rotas.
Pajares es bonito, con casas de piedra y una pequeña iglesia y algún hórreo de madera. Se mantiene intacto el edificio de El Portazgo y solo el arco de la entrada al antiguo hospital. Los perros asilvestrados están tumbados en las calles, ni se inmutan al vernos. La gente saca las macetas a la calle y está todo lleno de flores. Hay alguna huerta. Detrás el gran barranco de donde venimos y esas inmensas montañas. La casa es chula. Un edificio típico de aquí, con los muros de piedra y los marcos de puertas y ventanas de ladrillo. Tiene dos habitaciones en la buhardilla y abajo un gran salón con cocina americana. La dueña nos ha reservado para comer en el único bar: El Mirador. Una ensaladilla rusa regada de vinagre de Módena y pechugas empañadas con un vino toledano con gaseosa, tirados sobre la mesa, sin ninguna simpatía (¿Habremos perdido al entrar en Asturias?). Por aquí, coincidimos con los peregrinos que encontramos en todas las paradas. Los de Santiago llegaron hasta Campomanes, las italianas están en el albergue. El brasas dale que te pego en la mesa de al lado.
Lavo la ropa y enciendo la chimenea para que se seque. Paseo por el pueblo. La gente se sienta en la calle a charlar. No muestran los móviles. Ceno sin ganas, mal. A la camarera se le cae el brazo de gitano. La ropa se ha secado. Encienden esa tele tan grande y yo me entretengo escribiendo esto.
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