A fines de la década de 1780, cuando Goya era el retratista preferido en la corte del rey Carlos III, el poderoso Conde de Altamira le encargó que pintara a su hijo más pequeño, Manuel. Goya eligió representar al niño con un adorable traje rojo, jugando con una urraca como mascota. Si lo miras más de cerca, el sentimentalismo de la escena se endurece rápidamente. Desde las sombras, tres gatos miran hambrientos al pájaro indefenso, listo para saltar.
Como lo vio Goya, la vida moderna era una broma enfermiza, a partes iguales aterradora y absurda: un pájaro siempre a punto de ser devorado. Su trabajo es experto en transmitir un punto de vista inquietantemente de apariencia contemporánea, exponiendo los horrores ocultos a simple vista.
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