domingo, 16 de septiembre de 2012
adiós a mumbai
El City Palace Hotel huele a naftalina. Dormimos como lirones, anestesiados. Desayunamos en el Shivala, de más nivelillo, de gente con zapatos, ropa limpia y planchada. Es gente fina que come con una cucharilla en cada mano. Cogemos un taxi para visitar las Torres del Silencio, lugar donde se exponen los muertos, según el rito parsi, para ser comidos sus cuerpos por los buitres y finalmente reducidos a huesos por la fuerza del sol y el viento. Vamos a la Colina Malabar, donde están estas altas plataformas cilíndricas, en un parque amurallado. Una señora se nos monta en el taxi y nos dice que a ella la dejarán entrar; pero un guardia joven nos lo impide. Intentamos por las otras puertas del parque, pero no lo conseguimos. Y allí nos quedamos, en un pequeño zoo que hay al lado con animales de latón policromado en las vallas, bonsais y grandes árboles como el alucinante Albiga Amara.
Paseamos andando hasta y a través de la playa de Chowpatti hasta Churchgate Station, plagada de gente y funcionarios con la gorra de barco y el traje blanco que se dejan fotografiar como si fuéramos periodistas. Descansamos en la Catedral de Santo Tomás. Giran los ventiladores, se está fresquito. Hay muchas tumbas de soldados ingleses. Bonita la del capitán George Nicholas Hardin, que murió ahogado. Aparece de uniforme sentado en una caracola gigante tirada por dos caballos sobre el agua y un ángel alado-venus lo recoge mientras un niño saca la bandera mojada. Hay un barco destruído y, en las esquinas, un tigre y un elefante.
Vamos al café Samovar y visitamos la galería. Me encantan las sillas de este café. Nos comemos unos rollitos de pollo inidentificable con su traje picante. Beni paga una rupia a la señora del wáter, que le hace un justificante de uso. Resulta ser un simple agujero. Los camareros usan esos uniformes antiguos de José Luis y sus chaquetillas, con parches más oscuros en cuello, puños y las tapaderas de los bolsillos.
Paseamos hasta Crawford Market, cuyas fuentes de piedra fueron diseñadas por el padre de Kipling, y luego al gran mercado de telas. Llueve y paseamos por un laberinto de pequeñas tiendas. Agobiante. Salimos a la calle, parece un hormiguero atascado de coches. Huímos y nos escondemos en la cafetería Shivala. Se enrollan y nos dejan lavarnos en el hotel.
La despedida desde el taxi es total. Bultos dormidos por el suelo, bajo plásticos o puentes para evitar la lluvia, chabolas de dos pisos, los trenes abarrotados con las puertas abiertas y la gente agarrada para no caer. Gente y más gente durante hora y media. Al llegar, el taxista quiere propina. Nos obligan a facturar. Controles y controles. Ejecutivos potantes. Las barrenderas dejan las escobas y se sientan a ver una peli espantosa de un agente 007 indio. Los de seguridad me quitan el agua de las acuarelas. Les enseño el cuaderno para que no me quiten los tubos y se conforman con las cremas hidratantes, pasta de dientes, champú y suavizante. Además hay que aguantar que nos chuleen. Las azafatas llevan sari. Nos abandonamos a ellas hasta donde quieran llevarnos.
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