Visitamos el Parque de Viveros, abarrotado de ardillas y gente corriendo en chándal, fundado por el apóstol del árbol Miguel Ángel de Quevedo, un ingeniero de Porfirio que tiene estación de metro, busto y casa que en la primera mitad del siglo XX se dedicó a plantar en su huerto mogollón de árboles frutales con semillas de todo el país. Más tarde ayudaría a la creación de la estación de los viveros de Coyoacán. Pego en mi cuaderno hojas del sicomoro, del ombú, del boj, del sauce, del eucalipto y del chopo de aquí. Es una pena que la gente se ha cargado los letreros con la información sobre los árboles.
Salimos por la Avenida de México y, en una pesera, nos vamos al Mercado de la Merced. Tremendo, sin un centímetro cuadrado sin ocupar y la gente apiñada moviéndose entre fruta, especies, zapatillas y electrodomésticos. Beni se empieza a agobiar porque, por más que andemos, esto no tiene salida. Sobre nuestras cabezas cables y estalactitas negras. El claustro de la Merced está cerrado. Unos chavales juegan al fútbol dentro. Les pregunto, a voces, que cómo han entrado, y me dicen que han saltado. Le doy diez pesos a un señor y nos deja pasar. Hago fotos.
En el convento de Santa Inés encontramos el Museo de José Luis Cuevas que comparte con el Centro de Documentación Octavio Paz. Son donaciones del pintor y por tanto mucho autorretrato. Me gusta mucho, sobre todo sus cuadernos, aunque me molesta su cuidada organización. En el centro del claustro está la giganta, con un autorretrato escondido en una de sus rodillas.
Al atardecer, domingueamos por Polanco. Cenamos con Ana, que nos cuenta que tiene aquí un noviete español. Luego vamos de copas con los jóvenes chilangos del barrio, que aquí llaman fresitas, de puro pijos.
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