Taxi al teleférico. Subo hacia la Montaña Púrpura. Debajo, muy abajo, bosque verde. La gente mira y grita. Yo también grito con todas mis fuerzas (voy solo).Toda la gente con la que me cruzo saluda, Nihao o hello. Respondo a todos como buen guiri. En el mirador, la ciudad en brumas. Hacen gimnasia por el sendero. Un dragón entra y sale de la tierra como en Halong. Me recuesto en los brazos de un buda gigante mientras los sonrientes chinos me afotan.
Ya con Beni, vamos en taxi al Templo de Confucio. Edificios antiguos de maderas rojas lacadas y tejados vueltos. Escenas en madera o jade y otro maestro calígrafo.
Hoy comemos de maravilla: ensalada fría de fideos con pepino, huevo cocido y carne, y luego sukiyaki con la carne muy tierna; de tapa berenjenas, una planta rara y pepino con pimentón.
Cuando entramos en el tren, miles de chinos rondan las literas, unas tablas forradas con sábanas y un edredón. Encima, una almohada y una toalla. Fuera está todo verde, pero es difícil de ver con la ventana tan sucia. Vamos en el último vagón. Es tan largo el tren que, cuando para, no vemos la estación.
Oscurece. Un pastor vende corderitos por la ventana. En nuestro compartimento se forma un grupo simpático, que dibujo malamente con el traqueteo. Se añade una revisora, el uniforme le está grandísimo, que vende bolas que se encienden al botar y juegos de habilidad. Todos cogen la mercancía y se ponen a jugar, sin ninguna intención de comprarlos. Ella no se enfada, se divierte también (lleva la felicidad consigo). Alguno compra tomates por la ventana. El chaval de verde habla con nosotros en inglés comanche, el que nosotros podríamos medio entender, pero pillamos muy poco. Me dice que zh se lee d. Yangzhu es Yandú, la ciudad a la que vamos.
Un taxi nos lleva a Qufu, la ciudad natal de Confucio, por 30 yuanes, al hotel Kongfu Fandian. 160 yuanes con descuento. Nos ponen un té verde caliente. Las camas no tienen colchón, son durísimas. Ya nos vamos haciendo.
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