La gran dificultad del chino hablado son los tonos. Cada símbolo corresponde a un concepto, pero depende del tono que signifique una cosa u otra. Wei puede ser calle y paralelo.
Estamos en la capital de la provincia de Shandong. Cuando llegamos anoche los obreros seguían trabajando en un rascacielos, con bombillas, colgados. Contrasta la cantidad de horas que se trabaja y en muy malas condiciones, con la laxitud de los funcionarios.
Nos montamos en dos motos y nos damos una vuelta por la ciudad. Infernal, fea, sucia. Llena de polvo y hollín. Casas caídas, escombros, calles levantadas. Gente resistiendo. No sé si tiene alguna relación con las próximas Olimpiadas, esa regeneración de la que gustan arquitectos y políticos. La ciudad antigua ya fue arrasada en la Segunda Guerra Mundial. Hasta el parque de la Montaña de los Mil Budas carece de la belleza de los jardines chinos. Allí me hacen un sello de piedra (con una traducción fonética de mi nombre) y visitamos varios templos del mal gusto.
El restaurante tiene montados los platos en crudo (muchísimos), así que sólo hay que elegir. Un plato de huevos de codorniz con setas y gambas y dos peces con buena cara, con una cerveza local con la botella serigrafiada (Bao Tu Quan). El pescado aparece bañado en una salsa exquisita.
El tren lleva retraso. Mucha gente esperando. Es el que va a Beijing desde Shanghai y viene a tope. Imposible pillar asientos. Nos sentamos en las mochilas, en el espacio entre vagones. Dos guiris están molestos cuando un abuelo flacucho, sentado sobre sus talones, se enciende un cigarro. Llevan pantalones cortos y las chicas les tiran de los pelos de las piernas. Bichos raros camino del circo. Con el traqueteo y empujones hago un dibujo rápido del caos.
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