En Funín encontramos una tienda de camisetas chulas subvertiendo los iconos de la Revolución Cultural: un robot conduce al pueblo; estudiantes, obreros y campesinos se besan; Lenin, Stalin y Mao de perfil, y por último un ordenador. Rascacielos con andamios de bambú. La gente cuelga la ropa en la calle, en unas varas. Cruzan bicicletas tocando una campana. Venden canteros para lavar a mano. En una terraza, unos policías nos ponen cerveza y cocacola, en el Templo de Jing'an. Tejados clásicos dorados. Usamos el metro hasta El Bund. Aquí se establecieron los ingleses después de la Guerra del Opio, extramuros de Old City, y muy cerca de la Concesión francesa. Pasamos al Hotel South, las camareras son jóvenes revolucionarias. Caritas blancas con uniforme rojo. Ponen las mesas bajo unas enormes arañas de miles de cristales. Enfrente el Cahtay, el Hotel Peace, del magnate judío de los negocios del opio, dueño de gran parte de Hong Kong, y que vivía en la parte superior.
Bronca del policía si te sales de la acera. Aquí no hay quien se salga del guion. Señales en que alguien escupe una bomba. Es una asquerosa costumbre muy arraigada. Tan arraigada que tiran fuerte desde el fondo de las cavernas. Beni no puede.
Son buena gente, pero de modales bruscos, descarados. Si me pongo a dibujar, se acercan hasta tocarte. Te tiran de los pelos como si fueras un animal (ellos no tienen vello).
Con mucho esfuerzo, comemos en el restaurante de la esquina. El Shanghai Tony. Sopa, cangrejos de río, buey y sandía. La comida es riquísima y fácil de comer, pues todo viene limpio y partido para comer con palillos.
Compramos los billetes de tren en una ventanilla para extranjeros, en que se habla inglés y hay muy poca gente. Los chinos se amontonan empujándose en las colas. En las multitudes se abren paso a codazos. En taxi al teatro de los acróbatas. No hay función hasta el viernes. La calle serpenteante de Shimen. La gente cena en las terrazas. Mogollón. Vendedores entre las mesas. Volvemos a casa paseando. Alguien arregla un pinchazo en un barreño de agua. Las mujeres en pijama. Chupa chups en los súper. Maniquíes occidentales.
Difícil cenar donde no hay carta en inglés, ni fotos y nadie habla inglés. Me levanto, cojo a la camarera y nos recorremos el restaurante. Cuando veo un plato que me gusta en cualquier mesa, la señalo, ¡esto! Un cliente que ve mi apuro, se ofrece a ayudarme en francés. Me dice que ha estado en Barcelona y habla un poco español. Nos recomienda un pescado, sopa con setas y un guiso de tronchones verdes de no sabe qué planta. Todo riquísimo. El pescado viene limpio y partido, pero recompuesto como un puzle en forma de pez. Salimos airosos de ésta.
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