Coger el tren es una auténtica experiencia. Imito el sonido del tren al taxista, con sus blancos guantes, detrás del metacrilato, para que se haga una ligera idea del destino (se sonríe, supongo porque mi tren pita con vapor). La sala de espera de la terminal 702 es un cubo gigante lleno de cientos de asiáticos pequeños. Más de cincuenta filas de asientos. Máquinas para recargar las baterías de los móviles. Canas barbas por los suelos. Un pobre espíritu sonríe ante la poli, que le da una patada en el culo. Toda la sala se ríe. Esperamos a que toda esta gente baje a codazos y, luego, bajamos tranquilamente una escalera mecánica hasta el andén, donde un tren larguísimo de dos pisos y color azul celeste rancio espera. La gente come pipas y pequeños huevos. Dejan las cáscaras en una bandeja de aluminio, ya llena. Los cristales están tan sucios que apenas se ve nada. Las azafatas venden palillos, té y periódicos. Cuando suena Suzhou por megafonía, recogen las bandejas. De golpe, todo el mundo se levanta. Esperamos que se vayan y, después, bajamos nosotros.


Caminamos hasta casa. Dos bicis chocan. Una chica ha dado giro brusco para no pillar una pequeña tortuga. Mientras Beni descansa, compro los billetes para Nanjing. En el parque, los niños hacen pompas de jabón. Los mayores lanzan cometas con formas extravagantes. Subimos a la cafetería del edificio de Samsung para cenar con vistas a la ciudad iluminada en la noche.
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