El hotel, Imperial Palace, nos gusta. Con ese rollete de peli china: maderas rojas lacadas, dulce recepcionista con camisa bordada, escaleras voladas, mantas ilustradas... todo tiene un aspecto agradable, cercano y rancio; al menos nada de esa asepsia de los grandes hoteles. Me engancho con la peli de héroes de la Revolución. Zooms y elipsis preciosos. Marcelino pan, y vino con colores rabiosos.
Vamos en taxi hasta el Rastro tianjino: el Guwang Schichang. Lugar donde empezar un relato. Tras la estantería cargada de piedras de jade, un niño dormía sobre un colchón de papeles. Casas pequeñas de ladrillos rojos vistos. Hago fotos entre los tenderetes. Unos posan, otros salen corriendo. Hermosos planos de ciudades. Hacen carteles de madera con las letras en relieve, que luego pintan en dorado y rojo, sus colores favoritos.
La Estación Oeste es muy bonita, de la época alemana. No salimos de la película. Los pasillos de nuestro tren están llenos de cáscaras de pipas y cacahuetes, y un montón de envases de plástico. Nos ofrece comida esa chica tan liiista de Xiam. De golpe, se oye una música espantosa y las barredoras se ponen a su tarea. Ignorando a la gente, retiran las fundas de los asientos y se ponen a fregar.
Impresiona la enorme estación de Beijing con ese toque antiguo. Un pantallón pone anuncios de China Mobile. Llamo a Javi desde el móvil, y él se lo pasa a una compañera china. El taxista se pone el aparato en la oreja. Después nos lleva a casa de Javi, un rascacielos de cristal para extranjeros. Planta 15. El piso es grande y luminoso. Javi nos ofrece la habitación de su compa, Maruchi, y nos pasa un edredón. Descansaremos mientras él va a su clase de chino.
Los hutongs son pequeñas callejuelas y callejones llenos de casas tradicionales a dos aguas. Ahora los están derrumbando a ritmos forzados y se hacen algunas acciones en contra. Hoy merendamos en un bar con terraza en la propia demolición. Somos un grupo de occidentales tomando el fresco y comiendo tapas a la brasa sobre las ruinas de la China tradicional. Invito a cenar a todos por 86 yuanes. Vamos a un local infesto en el que cantan dos chinas sosísimas con un guitarrista heavy enamorado de himnos épicos, y luego a un local donde unos gitanos chinos cantan flamenco. Nos advierten del momento extravagante de Beijing, a lo Madrid años ochenta. Todo está cambiando a una velocidad de vértigo, los chinos se sienten en el centro del mundo, observados, y se comportan como adolescentes. Aparecemos en una terraza chula con el suelo de madera y cuadros colgando con chinas desnudas. No quiero hablar mucho del viaje. Nos enseñan sus bicicletas y nos dejan las llaves de los candados. Yo se la acepto a Javi, que es una bici vieja en la que poder ir relajado. Encima de la cama hay un plano de Pekín con la casa marcada y una guía. Esto promete.
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