Estoy en una ciudad turca de vacaciones, pero me ha salido un trabajillo de fotografía. Espero a la modelo en la calle, cargado con la cámara. Llevo una camiseta marrón desgastada por el sol y un ridículo bañador turquesa al que se le han roto las gomas y se me cae de vez en cuando, enseñando el culo. Es lioso controlar la cámara y estar tirando del bañador a la vez. Ella es una joven morena de pelo largo con los ojos muy pintados, una famosa instagramer turca anclada en el pasado. O quizá es su look.
Entramos a un estudio donde me presentan a Amadou, el producer que me han asignado, que habla español. Es un chaval joven a la moda española, con el pelo rapado dejando una moña de flequillo elevado en la parte superior de la cabeza, cuerpo atlético y pantalones elásticos ceñidos. La modelo no para de hacer poses como las de las postales de las artistas, mientras suenan los flashes y yo hago equilibrios con mi huidizo bañador. Resulta difícil organizarse, pues cuando me descuido un poco, unos locutores de doblaje aprovechan el estudio para hacer su trabajo delante de un micrófono. Lo curioso es que no graban nada, sino que van doblando la película, que se proyecta al lado, mientras los espectadores la ven, en directo.
Cuando acabo mi trabajo me asomo a ver la sala de proyecciones. Es espectacular. Una especie de corral de paredes de barro enjalbegadas hace tiempo, techo de carrizo lleno de arañas y las vigas de madera vistas. El público está sentado en palos irregulares que van de pared a pared, encastrados en ellas. El suelo es de tierra mezclada con paja y cagadas de gallinas. Literalmente, es un gallinero.
Sentados están José Luis y Mari Carmen (¿cómo podían perderse una peli del Oeste?). Yo les comento medio en broma imperialista que los turcos están en otro momento en la historia del cine. Aunque pueden verse algunos adelantos como ladrillos huecos con cemento en algunos tramos de las paredes y alguna ventana de aluminio de esas que nosotros usábamos hace cuarenta años.
Les hago una señal y salimos a la calle. Es una plaza que parece copiada de la de Bolaños en los años setenta, con esas farolas modernistas tan bonitas y tan deterioradas, y los aligustres con las copas recortadas, incluso un carrillo como el del monico donde venden chuches. Nos gustaría tomarnos unas cañas, pero Amadou no sale. Tendré que ir a buscarlo. La pareja espera en un banco.
Entre el barullo fiestero lo veo pelando la pava con la modelo y una amiga. Salimos a la plaza. La pareja se ha pirado. Amadou dice que tiene gusa moviendo la mano sobre su tableteada barriga. Me lleva a un extraño lugar donde la gente baila, mal, como en los viejos guateques, una música árabe con guitarras eléctricas a lo senegalés y batería. Es una especie de hall de hotel con cortinas brillantes rojas. La gente deja un pasillo central para poder pasar a una especie de supermercado, por donde nosotros pasamos. En el súper, cojo unos pequeños panes ácimos y un filete para hacerme un bocata. Tengo que hacer una cola interminable. He perdido de vista al moñas y tengo dificultades para pagar.
Es que para pagar hay una especie de máquina de autopago que yo no entiendo. Veo a un empleado con mandil y le pido ayuda. Le da a un botón naranja iluminado y sale un gran seta jugosa y caliente, que meto en mi bocata. La gente que va detrás de mí se impacienta y empieza a colarse. How much, how much... repito sin cesar, golpeando con el puño derecho la palma de la otra mano, hasta despertarme.
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