Mi jefe directo me putea en el trabajo. A la hora de comer me dice que estoy despedido, que no hace falta que vuelva. Pero no me voy, no es él quien me tiene que despedir. Me quedo, pero no me deja hacer nada. Coge un cronómetro y se pone a mi lado, casi tocándome, para medir mi productividad. No haces nada por minuto, me dice, tu productividad es cero.
Convoca una reunión de grupo, a la que asisto. Trata de convencer a todos de que soy totalmente prescindible y yo planteo, lo más educadamente posible, que es un tema personal y que no me deja hacer nada para demostrar que no hago nada. Los demás se miran fastidiados (miradas hacia arriba, balanceos de cabeza, soplidos), no les apetece tener que elegir un bando a estas alturas.
Dentro de nuestra sobreactuación educada, él me ofrece un refresco, que yo acepto. Es su bebida favorita del gimnasio. Cuando la estoy abriendo, resulta que ha habido un error en la maquinaria del embotellado, sin duda, y bajo la cápsula aparece un grupo de chapas amontonadas, como un enjambre. Es para mí como un tesoro de monedas de oro. De hecho sus cantos dorados brillan. Las voy desprendiendo una a una, con esa inocente alegría de cuando era niño, regodeándome para alargar el momento. Dos son de marcas de agua diferentes, otras dos de Fanta de sabores extraños y otra más ovalada, y dos de no sé qué bebida, rectangulares, con paisajes panorámicos.
Con educación fingida le ofrezco una de ellas. Y, con esa misma educación, me dice que le de la más normalita. Le ofrezco la de Fanta de vainilla, que no la tengo, pero es la más fea (solo tipografía y una mancha gris). Él abre una lata de bombones y me enseña su interior repleto de chapas mientras me dice que esa la tiene. ¡Extraño duelo! ¡Puta educación! Con todo el dolor de mi alma, cojo una de las rectangulares y le doy esa llena de colores con un precioso paisaje de la huerta murciana.
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