sábado, 12 de abril de 2014

terrazas de benaue










Dormimos muy bien, y despertamos mejor cuando el sol ilumina la bruma del precioso paisaje tras la ventana. El cielo se pone rojo y las montañas se superponen con niebla de por medio. Desayunamos de maravilla.

En el hotel cogemos un triciclo motorizado para ir al mirador. Los comerciantes artesanos del balcón no son agresivos, no te ofrecen nada que tú no preguntes. El turismo es esencialmente nacional. Dibujo las impresionantes terrazas y esas hormiguitas que resultan ser filipinos. Sus dioses son los del arroz. Sus poblaciones siguen sin cambiar desde hace muchos años, con casas levantadas de madera y paja. Esta temperatura hace que ellos vivan en la calle, la planta baja abierta les sirve de porche. Las mujeres mayores tejen o muelen con un mortero de piedra, los chavales hacen cestos vegetales. Las niñas mayores despiojan a las pequeñas, los niños se divierten con las gallinas y los perros. En las grandes pendientes las casas están colgadas, con muchos niveles.

Visitamos el mercado de Benaue. Las pescaderas espantan a las moscas, los peces dan saltos abriendo branquias y bocas. Una cabeza de cerdo. Bugos, los pájaros de los arrozales, que ellos consideran muy sabrosos. Todo tipo de verduras y frutas. Tomates pequeños verdes y amarillos que cortan con unas láminas de acero afiladas. Ante estas caras uno se pregunta sobre lo que hemos sido y hasta dónde hemos llegado.

Hace un calor tremendo. Nos bañamos en la piscina del hotel y luego bajo caminando por el canal hasta llegar al río, que atravieso por un puente artesano para llegar a Poitam. Descanso en su placita de piedra, rodeada de casas en alto, bajo las que juegan niños y perros, una mujer muele como en el Neolítico y más allá un abuelo corta ramas. Me pongo a dibujarlos, pero se aburren de posar y se cambian unos por otros. Cuando ven el resultado, prefieren rodearme que posar y solo consigo inmortalizar a dos chicas. Un hombre, al lado, alucina viendo cómo dibujo tan deprisa, le parece algo mágico, y me invita a ir a su casa. Anochece deprisa y tengo que volver a Benaue, le digo. Aquí no solo no hay vehículos, tampoco hay animales de carga. Hay que andar haciendo equilibrios por la delgada presa del bancal, cruzándote con hombres cargados de troncos, abuelas y niños con machetes. Mascan una raíz que les mancha la boca de rojo. Solo veo pollos, gallinas y algún cerdito. Supongo que en algún lugar habrá búfalos de agua, porque sus cráneos decoran las fachadas.

Vuelvo por el canal cuando empieza a anochecer. Vuelve la gente a dormir. Me preguntan, saludan. Veo la silueta del hotel sobre la montaña, la cascada de agua sobre las terrazas. En la gran escalera se destroza una de mis zapatillas. Subo despacio y descalzo escalón a escalón bajo la luz de las estrellas, pensando en Beni. Los sonidos de los animales toman fuerza. Aves, ranas, ratones arrastrándose.

Está muy nerviosa, con lágrimas en los ojos. La tranquilizo. Le enseño fotos. Me ducho con agua muy caliente. Salimos a cenar sopa de verdura y pizza. Los dueños son muy jóvenes. En la tele, Darna, la superhéroe filipina, lucha contra el malo malísimo que usa insectos voladores como arma. Bajamos al pueblo. En un local canta un chaval acompañado de una guitarra. Un borracho incordia. Subimos paseando al hotel bajo la luz de las estrellas. Los perros ladran. Nos sentimos lejanos, casi fuera del mundo.

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