Cogemos el primer bus que va para Manila y nos bajamos en el cruce para Suyo, entre Tamougo y Tagudín, pero todos los jeepneys vienen llenos y no podemos montar. Queremos ir hacia el oeste, las zonas montañosas que los españoles nunca evangelizaron (la cordillera central era inaccesible hasta que en 1905 los americanos construyeron los primeros puentes y carreteras), Bauko, Bontoc, Benaue... según un plano que he dibujado, pero no encontramos otra fórmula que hacerlo por Baguío, dando una gran vuelta.
Dibujo malamente con el traqueteo. Desayunamos en San Fernando y enseguida cogemos un mini bus con las ventanas abiertas para Baguío, por la autopista de la cordillera. Hay que sacar los codos si uno pretende caber en su asiento. El paisaje se hace más verde hasta que la carretera se convierte en un túnel de árboles. Atravesamos los puentes metálicos de los americanos. Le hablo en español al cobrador y me pregunta si es que sé tagalo. No, chavacano, le digo, y se ríe. Le digo que somos españoles y él que tenemos las narices largas. Curvas, precipicios y camiones llenos de gente. Llegamos a Baguío a las tres y cuarto. Es grande, tardamos diez minutos hasta llegar al centro de esta ciudad trazada por un arquitecto americano que da nombre al parque donde está nuestro hotel: Burn Ham. Aquí veraneaban sus paisanos.
Nos duchamos y damos una vuelta por este inmenso parque lleno de flores extrañas, donde pasea o monta en las barcas del lago muchísima gente. De los quioscos salen columnas de humo. Fríen o asan de todo: durillas, tripas, asaduras... pero la estrella es un pincho de pato adobado, que se saca del huevo antes de nacer, con una salsa picante. Todo es cartilaginoso y exquisito, unas partes saben a carne y otras a yema de huevo. Beni no quiere, hasta que lo prueba, y cae. También probamos unas bolas de harina con salsa dulce, un guiso de salmón, camaranes adobados y ensalada de pepino y arroz. Los camaranes son unos insectos parecidos a las cucarachas, más pequeños, y el adobo tiene cebolla, tomate y mucho vinagre. No resulta agradable masticar el caparazón y tampoco es una delicia, están mucho mejor mezclados con arroz. El guiso sabe demasiado a gengibre.
Bajamos Rizal entre unos árboles péndula plagados de flores peludas rojas. Los niños patinan en círculo y montan en pequeños triciclos o monopatines. Hay mogollón de mosquitos. Subimos la calle comercial con grandes terrazas con vistas a la ciudad y con precios y clientes pijotes.
Volvemos temprano al hotel. En la tele ponen peleas de gallos con espolones metálicos. Impresiona como inflan sus cuellos.
Volvemos temprano al hotel. En la tele ponen peleas de gallos con espolones metálicos. Impresiona como inflan sus cuellos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario