Desayunamos en La Preciosa, nuestro local favorito. Una pareja de chicos descansa en un sofá, uno de ellos lleva un a pistola sujeta en el cinto. En todas partes respiramos cierta sensibilidad homosexual, aunque no explícita.
Cogemos el bus para Vigan, ciudad colonial española e importante puerto de la Ruta de la Seda, tomado por Juan de Salcedo, hijo mayor de Legazpi. Las ventanas son abiertas y hay que esperar a que se llene. Entonces, tocan un silbato y se pone en marcha. Nos vamos rodeados de jóvenes cargados de bebés y algunos gallos. Pasamos por el Mercado Central de Badoc, donde vemos cabras y búfalos de agua. Atravesamos el puente de madera de Cabugao, un pueblo precioso de casas de madera, en fiestas. Montan el trenillo de la bruja a pleno soletón, sacan agua de pozos artesanos y lo mojan todo para poder seguir. A las doce suena el ángelus por la radio. Vemos casas en los árboles y pequeñas edificaciones de madera, como pequeñas plazas de toros techadas donde celebran las peleas de gallos.
El cobrador nos pide 18 pesos, un poco más de un euro.
En Vigan, una moto nos lleva a la Plaza de Burgos y nos deja delante de la Mansión Aniceto, una bonita casa española con muebles antiguos y aire acondicionado. Nos cobran por adelantado, 1500 pesos con desayuno. Nos lavamos y las toallas se ponen negras del humo pegado en los agujeros de la nariz. Los mosquitos rondan por la habitación.
Visitamos la Casa Museo del Padre Burgos, con las columnas inclinadas, el taller en la planta baja y la vivienda de lujo provinciano arriba. La Catedral de San Pablo recuerda a la de Milán. En una papelería compro cuadernos de hojas rayadas y unos rotuladores viselados. Tomamos una sopa de maíz, sushi y sukiyaki en el café de nombre Leona, en honor a la poetisa inmortalizada en una estatua próxima. El ice tea está granizado, se sale.
Inmensas casas coloniales de madera en el Barrio Mestizo. Entramados de madera y grandes alerones de madera para que la lluvia no moje la fachada. Sentados en el jardín de una de ellas me apreto una ginebra San Miguel con Sprite. Venden botellas pequeñas de ginebra con una preciosa etiqueta donde San Miguel está a punto de cortar la cabeza a un demonio alado caído sobre las llamas del infierno. En las chapas solo las inciales GSM. Con una botella y una lata fría, uno se hace dos cubatas.
Las teles coinciden en el funeral del papa. Una caja de madera sencilla, aunque con diseño, hace de último pijama. Alrededor, algunos asesinos famosos trajeados y con velo. Hablo con mi madre, que está feliz porque Quico ha aprobado. Hemos llorado mucho, es que lo necesitan, dice. Estamos sentados en el estanque de la Plaza de Salado. Del agua emergen unas miniaturas de las Islas Filipinas con detalles como barcas, volcanes, casitas y las iglesias más famosas. Cenamos con palillos los frutos del mar con arroz que en Leona nos ponen. Cuando comen con tenedor y cuchara, esta última sirve para empujar la comida y cortar vegetales y pescado. La carne siempre viene cortada. La hija del jefe me pregunta si soy un artista mientras dibujo el restaurante. Los faroles empiezan a atraer mosquitos y la cosa se empieza a poner fea, así que nos vamos a la mansión, de la que, según creemos, somos los únicos huéspedes (aparte del montón de mosquitos que se han colado), así como los únicos turistas del pueblo.
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