Me despiertan los gallos. Ya vamos sin repelente, a calzón quitao. Se cuelan los chavales en el hotel a jugar baloncesto y vender perlas falsas muy bien envueltas y que abren delicadamente para ti. A las seis y media ya ha salido el sol y los niños bajan corriendo a la playa como una manada de caballos en chanclas. La habitación se pone dorada y se llena con el canto de diez pájaros y el eco de una gallina. Luego, una escopetilla de plomos acaba con el romanticismo.
Dibujo en la piscina mientras un empleado la limpia. Baja Beni y nos bañamos. Desayunamos en el pueblo y cogemos un jeepney hasta el cruce con la carretera que va a Taal. Una moto negociada nos lleva a la Basílica, con su fantasmal aspecto de abandono. Las plantas crecen en las grietas. Tiene un patio lateral con una jaula de cotorras y otras aves exóticas. Nos bebemos una especie de fanta verde que sabe amarga y una salsa que sabe a humo. El arroz garlic está riquísimo. Beni prueba el lechón con salsa de manzana.
Nos ofrecen una casita de madera y bambú con los cristales de nácar y el suelo de barro. En el porche hay dos sillones y una cama para echar la siesta. Delante, una piscina redonda, donde me baño mientras Beni descansa. Hay un puerto de donde salen botes a la playas que elijamos, incluído en el precio de la estancia, que son unos 42 euros, pero a ellos les parece una barbaridad y se extrañan de que pague al contado. Nos tomamos un ice tea disfrutando de la brisa y luego cenamos y bebemos en el porche, alargando esta deliciosa noche.
Dibujo en la piscina mientras un empleado la limpia. Baja Beni y nos bañamos. Desayunamos en el pueblo y cogemos un jeepney hasta el cruce con la carretera que va a Taal. Una moto negociada nos lleva a la Basílica, con su fantasmal aspecto de abandono. Las plantas crecen en las grietas. Tiene un patio lateral con una jaula de cotorras y otras aves exóticas. Nos bebemos una especie de fanta verde que sabe amarga y una salsa que sabe a humo. El arroz garlic está riquísimo. Beni prueba el lechón con salsa de manzana.
Otro jeepney (¡qué fácil es viajar por aquí!) nos lleva a Nasugbu, a un gran mercado con un fuerte olor al humo del mogollón de triciclos motorizados. Allí preguntamos por el hotel Maya-Maya y nos señalan otro jeepney. Al conductor le parece gracioso que vayamos a un hotel tan caro en jeepney. Cuando se llena, arranca. Mientras, dibujo a los pasajeros. Una señora con su niña tiene los pies llenos de heridas y la cara de infinita dulzura. Transmite tranquilidad, apetece estar con ella. Pone a su hija de frente para que la dibuje. El abuelo de al lado no hace más que asomarse y pincharme con la barba. Nos bajamos con una empleada del hotel.
Nos ofrecen una casita de madera y bambú con los cristales de nácar y el suelo de barro. En el porche hay dos sillones y una cama para echar la siesta. Delante, una piscina redonda, donde me baño mientras Beni descansa. Hay un puerto de donde salen botes a la playas que elijamos, incluído en el precio de la estancia, que son unos 42 euros, pero a ellos les parece una barbaridad y se extrañan de que pague al contado. Nos tomamos un ice tea disfrutando de la brisa y luego cenamos y bebemos en el porche, alargando esta deliciosa noche.
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