Mientras el sol de la siesta adormecía a la familia, bajaba al patio y atravesaba la puerta prohibida. Me deslizaba por las telas y abría aquella caja de cartón donde, entre ceniceros y bolas y frutas de cristal, aparecían animales, papás noeles y soldados de madera construidos con piezas esféricas y cilíndricas de bordes curvos, suaves.
Alucinado miraba sus colores vivos, tocaba esa superficie lisa y los objetos que cogían sus manos, tumbado boca arriba sobre fajos de telas y viejos abrigos. Al rato, los volvía a guardar y esconder como un tesoro.
No era este hombre quien hizo aquellos juguetes de mi tía, pero sí muy culpable de aquella felicidad que me procuraba la siesta. Ahora los vuelvo a disfrutar aquí.
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