El sol ilumina el porche, los cuadraditos de nácar, los pájaros marrones con el cuello blanco, nuestra amiga la camarera barriendo con una escoba de leña. Nos montamos en un bote que nos lleva a la costa de enfrente. En la playa venden langostas y atún. También collares y tabaco. En una barca viene la mujer de dulzura infinita con su niña, su marido trae pescado. Una blanquita se baña en bikini. Me acoplo en el sofá de un quiosco viendo como Beni se baña frente un ice tea granizado. Y aquí mismo comemos pasta. Empieza a llover y nos volvemos al hotel. Beni se arregla mientras me doy un chapuzón en la piscina hasta que mis dedos se quedan como tomates pasados.
Un coche del hotel nos lleva hasta la terminal de Nasugbu. Como el bus ya ha arrancado, aparca delante para que no se vaya sin nosotros. Es un bus de cinco asientos la fila, bien aprovechadito. El viaje resulta súper entretenido: las tiendas de bambú y madera con los carteles pintados a mano (especialmente bonitos aquellos educativos y moralizantes de las escuelas o los motores despiezados), los diferentes tipos de depósitos de agua, los carros sin ruedas tirados por búfalos, las muelas felices sonrientes y con bastón, los diferentes diseños de los jeepneys con mogollón de antenas, el paisaje verde lleno de palmeras y, finalmente, el lago Taal.
La entrada a Manila es dura. Mucho tráfico y miles de chabolas levantadas en el mar, de agua muy sucia. Son pueblos de cochambrosas casas de madera unidas por puentes de tablas. A la entrada del metro, la policía nos revisa las mochilas. En el hotel de Malate nos dan otra habitación. Insisto en ir a la calle Remedios a comernos alguno de aquellos bichos de los acuarios. Aquella caracola gigante troceada en salsa y lapo lapo con cangrejo.
Volvemos a la terraza del Big Mama's. Cantan canciones de Simon y Garkunkel. Minerva nos reconoce y nos pone dos ice tea, que pedimos mejore con licor, como hacían en Taal. La plaza está atómica. Paseamos por el malecón oyendo a los grupos en directo y la gente pasear como en los pueblos los domingos. Oímos el ámame tiernamente de Elvis y un joven Paul Anka en versión calypso suena como esos ecos que amenizan los recuerdos y también los sueños.
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