¡Agua! gritan en la plaza, y todos envuelven los objetos en la tela sobre la que estaban expuestos. En dos segundos han desaparecido y circulan en diferentes direcciones. Cuando la policía llega, el aspecto de la plaza es de una formalidad sospechosa. Es agosto y las calles de la cuesta apenas si tienen puestos. Un gitano de vara dice que treinta euros después de que le hayan pedido cien. Cincuenta. Muy serio se larga y, cuando se aleja dos metros, oye no te vayas tan deprisa, venga llévatelo, y entonces sonríe.
En la plaza de los gitanos me detengo a dibujar un puesto desordenado lleno de cajas de cartón que todo el mundo curiosea. El dueño me mira por el rabillo del ojo. Cuando lo doy por terminado, se lo enseño y su hijo saca el móvil y le hace una foto. Luego el padre me lo agradece y me da una cajita de regalo que contiene una espantosa bolilla del mundo del cristal con los continentes viselados, que gira sobre un mecanismo dorado.
Ahora, en agosto, parece que no hay mucho negocio.
Dímelo a mí.
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