La Naturaleza nos despierta chillando a las cinco de la mañana, un estruendo de aves que dormían en los árboles. Me tumbo en una hamaca de la terraza, luego viene una achaparrada y asustada japonesa. Luego se ponen los pájaros a hablar: ¡Qué rico! dice uno con la voz de falsete de los dibujos animados, doña, doña le responde otro, Antonio, Antonio oye Beni desde la cama.
Soy feliz con las ventanas abiertas en el bus, mirando ceibas y estos poblados con casas de madera y paja, en que las camas son hamacas colgadas, ya que el suelo es barro. Llegamos a Tikal. En las copas de los árboles, se mueven los monos, las cojolitas o pavo de cacho, el guatimundi o pisote y los tucanes multicolores. Las pirámides aquí no tienen las aristas de las escalonadas de Palenque, ni ese adorno exagerado de los tejados. En el Templo IV, subimos unas escaleras de madera entre quebrantamuelas y hormigas rojas hasta superar las copas de los árboles. Allí se ven las puntas de las pirámides por encima de un mar verde. En la Plaza Central se acerca una especie coati sin miedo a la gente.
Imágenes preciosas aparecen en la ventanilla: niños jugando descalzos al fútbol con placer en un campo embarrado y encharcado, un malecón en el lago y un caballo en el agua. Volvemos al bar de los salmos. Sálvanos, sálvanos, sálvanos, es el clamor de este pueblo, cantan. El cocinero evangelista, de buen rollo, nos pone un poco caldo del que está haciendo, muy rico. Luego trae un filete de res a la parrilla y un batido de leche con piña. Con los qetzales que nos sobran, compramos comida para el viaje: dulces, agua, bananos y manzanitos, los más pequeños. El sol se pone a las seis de la tarde, con el consiguiente estruendo de pájaros. Me subo a las hamacas de la terraza a mirar los tejados de chapa y los últimos reflejos del agua, con lo que queda de la botella de Cardenal Mendoza.
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