Muy cerca de Nauplia está Epidauros, otro santuario clásico griego, éste dedicado al médico dios Asklepios, representado con un bastón, una serpiente y, a veces, un perro. Ambos animales representan la sabiduría. Respecto a otros santuarios, lo que tiene de especial es que los peregrinos iban a curarse, tenían su propia hospedería (Enkoimeterio, del siglo IV ac) y que el Tholos, ese templo circular que vimos en Delfos y Olimpia, tenía un laberinto subterráneo con serpientes. También tenía juegos y estadio, y los romanos hicieron un odeón. Pero lo más flipante es su teatro. Un teatro de 55 filas (35 de ellas las encontraron intactas), con 111 escalones para subir arriba, y con una acústca asombrosa.
Gritan las guías a sus turistas encaramados para demostrarlo. Y todo el mundo se pone a gritar caóticamente. Pero es cuando se coloca en el centro ese griego grueso y se pone a cantar esa vieja canción con aires marineros, cuando todo el mundo queda en silencio. Y aunque es en griego nos resulta familiar, como esas viejas canciones que pasan de madres a hijas.
El museo es feo, como un almacén de las cosas que no se van a exponer. Oficiales romanos y señoras con vestidos llenos de pliegues, todos ellos decapitados, cosas oscenas que parecen de escayola. Solo merece la pena ver las piezas arquitectónicas de los templos con sus decoraciones y colores originales. Por verlo no más, que nos habíamos acostumbrado a la piedra desnuda.
De vuelta, en los restaurantes vacíos del puerto, nos ofrecen pescados y mariscos como si fuera droga. Preferimos recorrer el mercado callejero. Vemos todas las frutas y hortalizas que consumen, y las extrañas hierbas que se comen, como la paka. Yo aprovecho para ponerles nombre. Después vienen cientos de peces y luego especias y ropa. Pero ya estamos cansados.
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