Solo ver la muralla coronando un pequeño monte, con esas piedras de formato no humano (la mitología nos dice que la construyeron los cíclopes a las órdenes de Perseo) sin argamasa, nos sobrecoge. También las tumbas de cúpula, una versión elegante y sofisticada de los dólmenes, la puerta de los leones, el círculo funerario con ese extraño anillo de losetas, el palacio con sus pasillos laberinticos, la escalera del manantial, la puerta nordeste. Es un antecedente de la acrópolis, de los santuarios, y el palacio, del templo. Digamos que las murallas solo acogían a la corte y, en una segunda fase, a los artesanos.
Al despedirme de los ciclópeos leones, encuentro al siciliano Emanuelle sentado en el suelo dibujando en un cuaderno. Intercambiamos cuadernos y me dice que irá a Madrid en diciembre. Mientras me habla lo dibujo, y también a su maestro Doménico. Aguantamos estoicamente, yo diría espartanamente, el frío. Llegamos al museo que, a pesar de que la mayoría de que los restos encontrados están en Atenas, está bastante bien; con aportaciones muy interesantes como esas extrañas sacerdotisas como vasijas y las serpientes enroscadas, encontradas en el templo, o las tablillas cerámicas escritas.
Pero aún queda un sabroso postre. Fuera del recinto del yacimiento hay otra tumba de cúpula, una perfección arquitectónica, como un dolmen fabricado al milímetro de un plano: Se trata del llamado Tesoro de Atreo. Según la leyenda, mató a sus sobrinos y los sirvió en un banquete. Los dioses lo castigaron con una maldición.sobre él y sus descendientes. Una sobrina superviviente dio un hijo a su padre, que vengó la muerte de sus tíos matando a Atreo. Pero el poder fue para el heredero de Atreo: Agamenón; que acabaría asesinado por su mujer Clitemnestra, que también tiene una hermosa tumba de cúpula. Descubierta por el arqueólogo alemán Schliemann a finales del XIX, hoy, sabemos que es la tumba del rey Agamenón, construida en torno al 1250-1220 a. C.
Muy satisfechos de no peregrinar en otro nuevo santuario clásico, que se repite en cada ciudad estado, llegamos a Corinto, evitando Argós. Corinto fue antes Éfira, y aquí fue criado Edipo antes de que acertara la famosa adivinanza de la esfinge de Tebas, matase a su padre y se casase con su madre. Aunque lo hiciera por ignorancia, el hecho llenó de argumentos a Freud para denominar esa necesidad o inclinación humana en cierta fase de la vida. Paseamos por las calles peatonales del puerto, con mucha actividad local de comercio y cafeterías. Sus edificios bajos y calles anchas le dan un aspecto abierto. La calle Kolokotroni tiene las terrazas a tope. Nos metemos en el Soul Kitchen, con gente de veinte y treinta tacos oyendo la música que pone un DJ. Siguiendo sus costumbres, nos apalancamos tras un café y su vaso de agua, y pasamos las horas sin que nadie nos moleste. Doy color a los dibujos rápidos que hice en Micenas y luego me dibujo el local. El dibujo gusta mucho al camaraca y también al dueño, que se disponen a fotografiarlo. A lo que me niego después de haberme lobeado siete pavos por dos putos cafés. Muy amigos, pero el borrico en la puerta.
Por cierto, acaba de anunciarse el descubrimiento de la ciudad de Tenea, a veinte kilómetros de aquí. Según la leyenda, Agamenón dejó construir esta ciudad a los prisioneros de la guerra de Troya. Desde 2013 solo se habían excavado tumbas, este año se ha sacado a la luz la ciudad.
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