A las ocho nos despierta la campana de la pequeña iglesia bizantina de enfrente. Llueve a mares. Las ruedas de los coches parecen despegarse con esfuerzo. Los mendigos duermen bajo las viseras. Los escaparates ya tienen adornos navideños. Todo parece quieto. Es domingo. Bajamos a Monastiraki con las mochilas empapadas. Alguien nos ayuda con el billete al aeropuerto. Antes de llegar, nos tenemos que parar a esperar otro convoy. Allí están ellos sentados en el suelo. Son de Cáceres y vinieron el fin de semana. Ahora hacen una foto del dibujo que les termino. De golpe vino el frío y la tristeza, las terrazas se quedaron vacías.
Me cachean, y luego esperar y esperar. Me entretengo dibujando, aunque ya sin ganas. Parece que todo dejó de tener importancia. Mi cuaderno acaba con el viaje, deja de interesarme. Ni me quedan hojas en blanco para pegar las tarjetas de los hoteles o algún papel suelto.
Me ponen en la última fila. Miro las casitas entre los árboles desde la ventana. Una nube alargada rompe en dos el paisaje. Luego la niebla y, encima, ese paisaje espectacular formado por las nubes. Cerros y cerros de algodón y, muy al fondo, unas montañas mágicas como sacadas de un cuadro de Leonardo.
En Madrid llueve a mares. Un autobús cansado nos lleva a Atocha. La gente anda deprisa y con la cabeza gacha. Cruzan las calles corriendo latigados por el sonido intermitente del peatón verde. Pasamos otra vez por esa máquina impúdica que radiografía nuestras cosas personales. Montamos en un tren rápido. Detrás de los cristales no para de llover, parece que llueve en todo el mundo. Se agradece una cara conocida y los besos. Las luces, como radiolarios, lanzan afilados filamentos en el parabrisas mojado. las ruedas se despegan con dificultad. Caemos rendidos en la cama. Beni se despierta a media noche. Me pregunta: ¿dónde estamos?
- Estamos en casa.
- ¿En casa de quién, de dónde?
Espero adormilado otra vez la campana de esa pequeña iglesia bizantina de la calle Athenis, donde Beni puso dos velas el día de Todos los Santos, recordando a sus padres.
Me ponen en la última fila. Miro las casitas entre los árboles desde la ventana. Una nube alargada rompe en dos el paisaje. Luego la niebla y, encima, ese paisaje espectacular formado por las nubes. Cerros y cerros de algodón y, muy al fondo, unas montañas mágicas como sacadas de un cuadro de Leonardo.
En Madrid llueve a mares. Un autobús cansado nos lleva a Atocha. La gente anda deprisa y con la cabeza gacha. Cruzan las calles corriendo latigados por el sonido intermitente del peatón verde. Pasamos otra vez por esa máquina impúdica que radiografía nuestras cosas personales. Montamos en un tren rápido. Detrás de los cristales no para de llover, parece que llueve en todo el mundo. Se agradece una cara conocida y los besos. Las luces, como radiolarios, lanzan afilados filamentos en el parabrisas mojado. las ruedas se despegan con dificultad. Caemos rendidos en la cama. Beni se despierta a media noche. Me pregunta: ¿dónde estamos?
- Estamos en casa.
- ¿En casa de quién, de dónde?
Espero adormilado otra vez la campana de esa pequeña iglesia bizantina de la calle Athenis, donde Beni puso dos velas el día de Todos los Santos, recordando a sus padres.
Me encantan tus dibujos, tan espontáneos y llenos de fuerza, pero también tus textos.
ResponderEliminarOh, y un abrazo desde Portugal (Braga, singular :D)
ResponderEliminarBonita ciudad Miú. Yo veo también tus acuarelas vagabundas
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