Ya en la costa este, visitamos el bonito pueblo de Paleiokastritsa y sus preciosas playas encajadas entre rocas formando pequeñas bahías de rocas y pinos. Y es que Corfú es muy montañosa y las playas parecen bocados a las montañas, que las rodean en enormes paredes. Hay cinco personas en la playa, pero solo me baño yo. Es una gozada flotar boca arriba en tan increíble lugar.Alrededor hay otras cuantas playas semejantes. De aquí subimos a Peleques , o Palekas para otros, un pueblo en lo alto de la montaña con vistas hasta la ciudad de Corfú. Para tal fin escogemos el restaurante más alto para comer. La señora nos trae unos garbanzos cocidos en la mano, para contarnos lo que tiene de guiso.
Después de comer nos bajamos otra vez al nivel del mar. La playa de Glyfada es otra maravilla. Impesiona ver todos los restaurantes cerrados con las mesas de las terrazas aún puestas. No hay ni un alma. Me empeloto y me baño.
Como a las cinco el sol empieza a decaer, partimos hacia Corfú Ciudad, con el ánimo de ver el Museo Asiático, donde recojo algunas ideas interesantes. El último café en una terraza, entre el bullicio nocturno de intramuros. Otra vez esa guitarra de la Columna Durruti, las adolescentes cargadas de bolsas de las tiendas, los hombres bigotudos en las tabernas, las camareras cansadas, los preciosos escaparataes de esponjas y estrellas de mar, las animadas peluquerías, los puestos de castañas, Giorgios y Emilios en el cafetín de la Espianada, y ese montón de gatos.
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