Cuando llegué a Madrid, hace cientos de años, descubrí un mundo clandestino que aunque funcionaba en la oscuridad, para mí era la luz en el real, oscuro y tétrico. Aprendí a leer entre líneas en la prensa y a escribir en aquellos periódicos murales con nombres falsos.
Entonces la música se pasaba de unos a otros en cintas cassettes y los libros nos llegaban desgastados. Gracias a un libro que compré en París, de Xavier Domingo, titulado El dinero del Opus es nuestro, que contenía graciosas y grotescas escenas eróticas, me llegaron algunas cintas con un asqueroso sonido de tanta generación de grabaciones y de tan malos aparatos.
Recuerdo una de Francisco Curto, una grabación clandestina de un juicio a etarras en que los reos acababan cantando el Eusko gudariak y otra de un grupo llamado Desde Santurce a Bilbao Blues Band con canciones que nos hicieron reír a todos y que, por tanto, oíamos con frecuencia. Esta cinta amenizó los patios plagados del Ramiro en las huelgas del 75, mientras el colegio nos traía a aquel supergrupo que cantaba lo de viva la gente, la hay donde quiera que vas moviendo sus brazos de un lado a otro.
Una de aquellas voces distorsionadas, ha muerto. Yo era un seguidor que veía sus programas y leía sus historias de Madrid en el periódico. Bailé aquello de mi amor entero por la hija de Rainiero. Me caía bien. Es justo decirlo.
Un recuerdo también al grupo de estudiantes Los Gigantes, que hacían una versión de la Cantata de Santa María de Iquique en que los estudiantes hacían huelga en el campus de la Universidad Autónoma y el rector, Gratiniano Nieto Dimisión, metía a la policía hasta en las aulas.
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