Bueno, la agencia Pullman no resultó ser como aquella ETM de la que la señora del hostal nos habló maravillas, en la que no había plazas, y dormimos malamente en estos asientos duros y dando saltos por una carretera que parecía buena. Las ocho horas se alargaron porque para en cualquier sitio que haya un cliente y un asiento libre. Ni Concepción parece esa siudad tan linda en la que, seguramente, ella se enamoró de estudiante y nubló su memoria.
Lo cierto es que esto es un salto demasiado grande para alguien no entrenado por la Nasa. Conce, como ellos la llaman, es una ciudad industrial sin apenas árboles, delicia de arquitectos enloquecidos y avariciosas inmobiliarias. Lo poco que quedaba del pasado debió hundirlo el terremoto del 2010. Algún vestigio queda entre paredes de hormigón. Como en cualquier ciudad española, han sacrificado los árboles de las plazas para que los coches puedan estacionarse, y ahora hay de esos pequeñitos en macetas y estructuras rimbombantes para que den sombra.
Desayunamos en el Cantabria, un café clásico de la Plaza de Armas, donde, por primera vez en mucho tiempo, vemos corbatas, trajes de rallas, medias y zapatos de tacón fino en gente parlanchina que habla de negocios de alto nivel como si de un entremés se tratara.
Horrorizados, cogemos un micro a la playa, a una zona surfera que tiene fama de linda: Buchupureo, que ellos llaman Buchu, naturalmente. El camino de pinos y eucaliptos encaramados nos recuerda a Galicia. Vemos vacas y huertas en las vega del río, están cogiendo patatas. El conductor va a toda leche bajando las cuestas para coger carrerilla, pues cuesta arriba se atranca. Adelantamos un carro tirado por vacas.
Buchu es un pueblo de 500 habitantes, ya recuperado del terremoto (quedan algunas casas caídas de ladrillo de adobe y se construyen nuevas de madera), lleno de jardines con flores y en el que veranean muchos chilenos. Como las vacaciones acabaron, lo que vemos son muchas cabañas cerradas y un pueblo vacío por el que corren perros y gallinas.
Paseamos por la playa de rugientes olas y que acaba en un cortado de pinos de los que cuelgan cabañas, que vemos habitadas. Entramos por el jardín y preguntamos en recepción. Un señor simpático de descendientes riojanos nos ofrece una de ellas con baño, cocina, tele, WiFi y terraza por solo 35 lucas. Esta será la nuestra.
Nos acercan al pueblo en auto a recoger las mochilas y hacer compra en el súper. Nos acoplamos rápido. Sacamos una mesa a la terraza y contemplamos las olas gigantes de espuma traspasar la ancha franja de arena y verter sobre una manga paralela donde se bañan niños y gaviotas.
Paseamos pueblo y playa. Los últimos surfistas cogen las olas malhumoradas con trajes ninja de neopreno. Los niños hacen agujeros. Una bandada de gaviotas se levanta al paso de Beni. Esas montañas de espuma que chocan contra las rocas. La marea retrocede y la playa se agiganta, pero deja una manga de agua en el interior, donde se bañan los niños, alguien pesca y una silueta negra se agacha a coger algas.
Cruzamos el puente de madera de la manga entre barcas repintadas de blanco, azul y rojo. Subimos escaleras por los árboles. Cenamos en la terraza oyendo los pájaros y las olas, con mucha cerveza, con mucha dicha. Tantas, que ya no me apetece más que descansar.
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