domingo, 17 de marzo de 2013

buenos aires en lunes


Días de gloria y cierta miseria. El viejo esplendor perdido. Salas añejas, fachadas descascarilladas, viejas mesas de billar con incrustaciones de nácar, un neón con unos dados saliendo del cubilete, café que huele a otro tiempo, los viejos Peugeot 504 y los Falcon, las cúpulas de los bancos y los mendigos, la flor morada de los jacarandás, el Molino negro, la madera repintada, los judíos rancios, los relojes parados, las enormes plazas rebosantes de árboles y plantas. El obelisco que no se tiró, las obras que
nunca acaban, las fantasías que no se reparan, la sala que se demoró, el día equivocado.

Hoy iniciamos el paseo en el antiguo mercado de abastos. La fachada marca las distintas naves de su estructura, coronadas en bóvedas de cañón. La luz entra por los cristales incrustados en ellas y vitrales en las fachadas. Por fuera tiene un aspecto espectacular, algo religioso y fúnebre, como un gran mausoleo fascista que ocupa toda una cuadra. Por dentro está completamente destruido. Algún arquitecto sin escrúpulos ha ignorado la sobriedad del edificio y su tremendo espacio y lo ha tapado de forma hortera para convertirlo en un centro comercial feo y desordenado.

Paseamos por Corrientes, una calle comercial muy animada llena de rótulos publicitarios, abigarrada y popular como Bravo Murillo o la Avenida de la Albufera, con más gente y muchos más rótulos, y con un ambiente mucho más cultural y de ocio (teatros y librerías). Un descanso en el Gato Negro, antigua tienda de especias ahora cafetería-bistrot pequeña y acogedora, con ambiente Art-Nouveau. Llegamos hasta el Teatro San Martín, que lo están fumigando y sólo podemos ver su bonito hall de dos pisos. Es un complejo de varias salas y un centro cultural anexo con las paredes intervenidas que parece llevar varios años muerto y que seguirá así, según las recepcionistas, con la actual jefatura del gobierno.

Alfonso nos lleva al Pasaje Doctor Rodolfo Rivarola, con casas iguales y simétricas a ambas aceras, donde nos llama la atención una carpintería y una relojería judía donde el dueño ha intervenido el escaparate con un montón de relojes parados de bolsillo junto a un cartel donde dice arreglar todo tipo
de fantasías
.

Nos acercamos al Congreso por la esquina del destartalado y ruinoso edificio de la Confitería del Molino, de la que sólo quedan el rótulo y las aspas. Nos acercamos al Centro Vasco Francés a ver el frontón y casi el vestuario (¿quieren ver hombres desnuuuudos? nos pregunta un camarero). Lo más
bonito son las estrechas gradas de tres pisos de madera pintada de verde pastel que le da un aspecto de teatro-corrala shakespeariana. Juegan con palas de madera y una pelota rápida. Allí comemos, en lo que parece un salón de baile muy refrigerado, un arroz con un conejo durísimo al que dieron de comer extrañas hierbas y debió morir de algo malo como el aburrimiento. Añoramos el de Panta que en gloria esté. El camarero comete el error de preguntarnos por él, ¡mejor sabe él la triste historia de ese conejo!¿por qué preguntar entonces?. El caso es que se va sin propina.

El café nos lo tomamos en la Asociación de Actores Argentinos entre lo que nosotros consideramos actores de segunda o tercera fila, sin ninguna pista, pero con la convicción de la certidumbre de la apreciación de Alfonso (que es muy leído) de que actor argentino es un pleonasmo.

Nos acercamos al Barolo para cruzar su pasaje y enterarnos de las visitas guiadas y La Inmoviliaria. Investigamos sobre las 36 mesas de billar, gran parte de ellas en el sótano (impresionante) y nos acercamos a Florida, que va a tope. Allí vemos músicos y charlatanes, la Galería Güemes, muy bien
conservada, la librería Ateneo, la confitería Richmond (en el 468, con un elegante sótano estilo inglés con billares y mesas de ajedrez, quedamos para jugar otro día). La Sociedad Rural Argentina (un casino con un pequeño restaurante sólo para socios), el edificio cerrado de Harrods y el café Florida Garden. Finalmente terminamos en la Plaza de San Martín y nos acercamos a las oficinas de Iberia para confirmar el vuelo, cerradas.

Una cervecita de descanso en el Florida mientras las chicas alucinan con los efectos que produce su escalera volada. Y hala! Al barrio a cenar. Después de varios intentos fallidos y alguna huída, acabamos en La Parrilla del Plata con un camarero fantasma que nos secuestra durante tres horas. El sitio (una antigua carnicería que aún conserva los azulejos, los ganchos, un cartel del despiece y una vieja foto llena de carniceros) y la comida lo merecen. Volvemos al bife, ahora medallón y ojo, el cogollo. El vino es un Malbec con 10 meses de roble, Joffré e hijas, muy rico. El camarero, a un paso de la locura, nos promete un premio por el secuestro, una compensación. Resulta ser una grappa caliente que luego intenta mejorar con hielo. No nos quitamos la idea del argentino cantamañanas. El caso es que no hay mala intención, sino más bien un intento frustrado de agradar.

Al final nada importa, puede el bullicio y alegría del sitio, y las pocas obligaciones que aquí tenemos. Nos vamos contentos a la piltra.

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