lunes, 4 de marzo de 2013
cataratas de iguazú
No voy a contar aquí cómo son las cataratas de Iguazú. Sólo diré que son una salvajada y, aunque no son más altas ni más grandes, sobre las del Niágara tienen un gran plus: la selva. Con árboles desconocidos para mí como el guayabí, el timbó, el sabuguero, el palo rosa, el fumo bravo o el mermelo y plantas como la caraguatá y la bromelia, que se dedica a hacer cosquillas en los pies. El paseo por las cataratas es una ruta por la selva con grandes arañas, mariposas de todos los colores, la tersina (un pájaro azul), mogollón de coatis (con su hocico flexible, grandes comedores de tarántulas y frutas, las crías son preciosas), hormigas gigantes, tucanes, peces, lagartos, muchas clases de golondrinas y unas pequeñas zancudas con una pluma a lo mosquetero, tortugas… y de repente una cascada gigante que al acercarte, del agua pulverizada en el choque, te empapas a gusto. Es tal el estruendo de las cascadas que tienes que gritar como el pequeño músico tamborilero de aquel grupo de niños de Bertold Bretch que recorrían Polonia en guerra huyendo de todo. Y, después de verlas desde abajo, subida al río que atraviesas y luego llegada justo en ese sitio donde el agua se hunde como en un agujero negro y cae a toda velocidad rugiendo como una bestia: La Garganta del Diablo, Pachamama enfurecida, un placer inmenso, empapándote en medio de un montón de pequeños arcoiris que forman los millones de gotas. Un éxtasis, puro placer de los sentidos. Alucinante perspectiva del río desde arriba hundiéndose y detrás todas las cascadas de la herradura de un color blanco amarillento. Y en el centro, columnas de micro gotas de agua que suben y luego se lleva el viento hasta empaparnos.
Volvemos cansados en un pequeño tren. Antoñito se ha dormido. El conductor del bus nos abre las puertas de atrás y metemos el carrito, y nosotros mismos. Nos para en la puerta de casa. Me pongo el bañador y me enchufo la manguera de agua fría. Beni se tumba en la cama y yo enciendo el ventilador
y me pongo a escribir en la mesa del porche. Se nubla y se pone airecillo. Después del estruendo el silencio, la paz. No hemos comido aún nada pero estoy en la misma gloria, es todo tan desigual, tan artesano: la vieja mesa, las sillas destartaladas, la madera abierta del techo el sencillo suelo de cemento ¡cómo me gustaría poder disfrutar más estas pequeñas cosas! ¿O es necesario ver las cataratas de Iguazú o una maravilla parecida para luego sentirte así?
Salimos a cenar. En el súper compramos para hacernos bocadillos en el viaje de mañana. Visitamos el pueblo, me compro unas chanclas para no andar todo el tiempo con botas. Paramos en un restaurante. Lo típico: bife de costilla (chuletón de ternera) a la brasa y ensalada. Como Lacordeta, no nos cansamos
de comer carne. Un litro de Budweiser y coca cola. A la vuelta están Gloria y Antonio en el porche con el niño dormido. Hablamos de nuestros viajes, pero sobre todo de Paraguay, de los niños que curran, de ese buen rollo que parece emanar de la gente humilde, de lo bien que se está en este porche. Nos
cambiamos correos electrónicos (nos han hecho muchas fotos en las cataratasy nos despedimos. La habitación está fresquita, nos dejamos dormir.
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