Dejamos el sapo verde y negro que significa Ambato. Aquí se queda Correa de visita oficial con todo su cortejo de aduladores. Tenemos que esperar porque una pareja de indios sanotes trajeron una camioneta llena de plantas moradas, romero y muchas cestas con frutas. Ya han llenado la bodega y han puesto una escalera para llenar ahora la baca. Los empleados de SANTA tapan todo con una lona y la atan. Después entra al bus la dueña de todo este herbolario, con su cara morena llena de surcos, se sienta. Pasará todo el viaje dormida con la boca abierta.
El viaje es entretenido. Tenemos una pijita conquense que se lo pasa con el ipod, el rumano-ecuatoriano cachas de cabeza afeitada y un montón de diosas indias con sombrero. El vestido bueno tiene una falda de una tela más gruesa, verde, roja o azul como la de los santos del Greco, y adornada con algún encaje. Debajo unas calcetas gruesas color carne. Los gorros también llevan adornos. Los contados hombres trenza en el pelo y poncho negro de lana. Ellas tienen una belleza especial, ingenua, natural. Parece que de estar en el campo su cara madura como una fruta y toma tonos rojizos como un tomate. Dan ganas de cogerlas con suavidad, acercar la nariz y olerlas. Pero ellas son diosas, sólo con mirar sus ojos te ruborizas. Aprovecho los reflejos de los cristales para observarlos. Brillan de una forma especial, como si hubiesen visto el cielo o tuvieran la tarea de controlar una obra mayor.
El paisaje que nos pasan es mucho mejor que la película. Montañas verdes llenas de vacas. Vacas por todas partes, hasta alguna granja han pintado con manchas negras. Eucaliptos en las lindes de los pastos o los cultivos y bosques en las partes tan altas que no se pueden cultivar. Vegas fértiles, barrancos donde corre el agua. En algunos puntos colinas de arenisca donde el agua hace grandes surcos (como en Guadix). Arriba, casitas y chozas y, abajo del todo, grandes poblaciones. Pueblitos inundados con los chanchos remozándose, indios sentados en las esquinas y huertas donde aran con yuntas de vacas. Alguna procesión con una virgencita con manto de raso blanco con filigranas.
Volamos sobre las nubes. Entonces sólo chozas. Ese mar blanco y las islas de piedra azul por cima. Bajamos con los frenos silbando y nos metemos en la niebla de leche opaca como la del cuento de Boris Vian. Pero todo sigue como si nada: la velocidad, los juegos del conductor. Beni y yo nos miramos; ahí abajo hay un barranco de padre y muy señor.
A unos 100 Kms. de Cuenca, se sube gente con otros gorros, tipo bombín blancos, con el ala estrecha y levantada a lo segadora manchega. La cinta que remata el ala y el botón de adorno son morados. Biblia con un monasterio encajado allí en la roca. Azogues y, por fin, Cuenca. La pija llama a su novio, la jefa de la huerta se despierta, el rumano se volvió enamoradiso ecuatoriano desde su selular y suelta palabritas dulces y apretaditas. Las diosas se bajan de poco a poco antes de llegar a la terminal.
Hotel en la Plaza de San Francisco. Un sexto piso con vistas excelentes. Nos cuelan la habitación más cara, con dos camas de matrimonio. Le pregunto ¿para qué queremos dos si sólo somos una pareja? La señora encuentra una solución rápida: si se quedan dos noches pueden ustedes dormir en una la primera noche y en la otra la segunda. Bueno, entonces aceptamos. La cocina es una terraza acristalada desde donde vemos el bullicio del mercadillo y las torres de un montón de iglesias.
Parece que estamos en alguna capital de provincia de España. Tejados de tejas, calles adoquinadas, prados, cafeterías y pastelerías pijas, escaparates diseñados. ¡Se acabaron las tiendas atiborradas y las peluquerías de navaja afilada en cuero! Aunque fuera del centro, donde las calles se olvidan de los arquitectos, Ecuador sigue siendo el mismo.
A unos 100 Kms. de Cuenca, se sube gente con otros gorros, tipo bombín blancos, con el ala estrecha y levantada a lo segadora manchega. La cinta que remata el ala y el botón de adorno son morados. Biblia con un monasterio encajado allí en la roca. Azogues y, por fin, Cuenca. La pija llama a su novio, la jefa de la huerta se despierta, el rumano se volvió enamoradiso ecuatoriano desde su selular y suelta palabritas dulces y apretaditas. Las diosas se bajan de poco a poco antes de llegar a la terminal.
Hotel en la Plaza de San Francisco. Un sexto piso con vistas excelentes. Nos cuelan la habitación más cara, con dos camas de matrimonio. Le pregunto ¿para qué queremos dos si sólo somos una pareja? La señora encuentra una solución rápida: si se quedan dos noches pueden ustedes dormir en una la primera noche y en la otra la segunda. Bueno, entonces aceptamos. La cocina es una terraza acristalada desde donde vemos el bullicio del mercadillo y las torres de un montón de iglesias.
Parece que estamos en alguna capital de provincia de España. Tejados de tejas, calles adoquinadas, prados, cafeterías y pastelerías pijas, escaparates diseñados. ¡Se acabaron las tiendas atiborradas y las peluquerías de navaja afilada en cuero! Aunque fuera del centro, donde las calles se olvidan de los arquitectos, Ecuador sigue siendo el mismo.
da gusto leerte y seguirte
ResponderEliminarGracias Santiago. ¡Anda que tus dibujos de Nueva Zelanda, cómo nos guataría saber más de allí!
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