martes, 22 de enero de 2013

de los andes al desierto peruano





Me despierta el rebuzno hipohuracanado de un burro. Me resulta difícil coger el sueño, porque cuando voy a caer me falta el aire, y vuelta a empezar. Hay una lucecita en uno de los palos del techo que se apaga y se enciende: una luciérnaga. Nunca he dormido con una de ellas en la habitación. Me levanto. Me lavo en el grifo y me siento a escribir en un sofá lleno de trastos. Al rato pita el primo de Antonio, nos llevará a Carimanga a coger el bus.

Buscamos a Lino, que es el único que tiene papeles para conducir y no aparece. Nos metemos en una ranchera. Beni se pone en la primera fila, pero yo me siento sobre la rueda de atrás y voy dando botes, mientras una niña, que se ha girado, se ríe de mí.

Caminos de tierra hasta la frontera. La cruzamos en Macará, andando sobre el puente. El funcionario de Perú está bacilón. Nos cuenta a uno que quería permiso para 90 días le puso 15. Con un redondelito en la parte superior del uno se quedó en 95, ¡genial!. Hemos cambiado dólares por soles muy mal pagados. El paisaje ha ido haciéndose más árido, el clima más seco y caluroso, y la gente más pobre. En Piura, final del trayecto, estamos a 37 grados, en medio del desierto y rodeados de chavolas de barro, cañas y techos metálicos. Ya no hay pasaje para Chiclayo. Cogemos un coche (un robelio) entre cuatro. El camino es purito desierto. Dunas de arena blanca y algarrobos, y luego sólo dunas hasta Chiclayo. 250 kilómetros de desierto. Cerca de Chiclayo notamos la brisa del Océano.

Pillamos un hotel en plena Plaza de Armas por 20 dólares. Hace calor. Necesitamos descansar. Hoy toca intendencia y mañana playa. Buscar una lavandería, ducharse y afeitarse. Y dormir hasta hartarse.

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