Me despierta la luz del día, he dormido de maravilla en estas sábanas bordadas. Suenan las campanas. Me asomo a la ventana. Ahí abajo se ve el plano de un monasterio: el huerto con maíz, invernaderos y algún santo, el claustro de donde salen palmeras y las viviendas del lado opuesto a la fachada. Esta vista da el nombre de El Monasterio al hotel. Por encima sale la mole de Santa Ana de los Ríos de Cuenca desde la fachada sur, de ladrillos vistos y cúpulas azules sobre paredes blancas.
Paseamos por las calles del centro y el río. Las riberas son de hierba y arboles como sauces, almeces, flamboyanes, álamos negros y otros desconocidos de los que guardo hojas. La corriente baja con fuerza. Pasamos el Puente Roto y cruzamos por el de Todos los Santos, allí hay un muro inca, con esa forma tan limpia de encajar las piedras sin argamasa, como un puzle.
Muchas casas tienen patios de dos pisos, como las de Almagro: columnas abajo y corredor con barandilla arriba. Pasamos a muchos de ellos. Comemos en uno una sopa verde y carne con frijoles. El zumo es de mora y papaya, muy rico. La estrella es un dulce de higo típico del Carnaval de Cuenca. Es de un color café verdoso en una salsa dulce. Es fuerte de sabor y de textura agradable.
Al atardecer nos metemos al café Austria. Un ecuatoriano redicho cuenta que Cuenca es la ciudad número uno en las preferencias de los jubilados norteamericanos. Su teoría es que silenciosamente están invadiendo la zona. Buscamos la marcheta del sábado. Está todo muerto, sólo guiris en el café junto a la catedral, largas mesas para el menú turístico. El último recurso: La calle Larga, llena de cafés y bares. Todo abierto, pero vacío. Damos por terminado el día.
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