De los lugares visitados en mi estancia en Abrantes, mi favorito hasta ahora es el jardín del castillo. Un jardín creado en los años ochenta del siglo XIX (llenando de tierra fértil el foso del castillo) con todos los elementos que cualquier parque decimonónico de provincias ha de tener: grandes árboles, parterres floreados, enredaderas agarradas a muros ruinosos de piedra, su templete de música, sus miradores, su pequeño puente y su lago de cisnes. Pero lo que más me gusta es su punto de equilibrio entre el jardín pulido y el abandono. Es un jardín cuidado pero no demasiado intervenido. También me gusta su aspecto decadente de perdida gloria, que lo hace aún más apetecible. También que se extienda escalonadamente por la ladera en terrazas, con la muralla del castillo a un lado y al otro estupendos miradores a la vega y el río. Y que tenga una ceiba hermosa y lustrosa, y escaleras mohosas y no excesivas flores, que me abruman. Solo he echado en falta una pequeña fuente, una estatua mohosa, una pareja para el cisne demasiado irritable y una banda de música. Entonces quizás volvería la fiesta, aquel bullicio de mi infancia.
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