Llegamos hasta Alcorneo, donde unas gallinas negras y su gallo se han hecho con la parada de autobuses, de forma que los asientos están totalmente cagados. Al volver, el ordenador elige un atajo por un camino empedrado que salta la sierra y atraviesa un pequeño pueblo llamado El Pino. Pasamos la abandonada frontera y en la entrada a Galegos, a la orilla del río Sever, los portugueses nos ponen un guiso de arroz con cocochas de bacalao impresionante, riquísimo, después de un aperitivo de garbanzos con cebolla, pimiento y aceite de oliva increíble. Finalmente un pudin excepcional, y todo por 36 euros, dos personas, el precio de cualquier menú mediocre de España. Os lo recomiendo: Restaurante Sever, justo al entrar al puente que atraviesa este río en la frontera.
Paseamos por Marvao, un bonito burgo medieval con un origen romano y después árabe, amurallado y en lo alto de un cerro de la Sierra de San Mamés. Paseamos por sus calles empedradas viendo sus fachadas blancas con marcos de granito y el castillo, declarado Monumento Nacional en 1922. Impresiona el tamaño de su cisterna. Dibujo sus jardines. Y luego el ordenador nos lleva por más caminos empedrados que se convierten en las calles de un pequeño pueblo que llaman Escusa.
Siempre he pensado que una forma de viajar sin moverse es vivir en una estación de tren. Me he imaginado muchas veces con el quepis rojo y las banderas dar la salida al convoy y luego charlar con los viajeros que esperan el siguiente. Dormir en la planta superior con la luz de las farolas iluminando el techo de la habitación. Hoy parte de ese sueño se cumplirá gracias a Ana Patricio que ha montado una casa rural en la estación, en desuso, de Castello de Vide. Aquí en Portugal se dan concesiones a quien pueda darle una utilidad y así mantenerlas. Hay cinco ya recuperadas. La mía aquí está: reluciente, con su reloj y farolas, su almacén de madera, sus azulejos de la fachada... una estación de verdad donde esta noche dormiré a gusto cumpliendo un viejo sueño.
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