Amanece el cielo amenazante de lluvia. Esperamos al primer rayo se sol para salir corriendo a una playa. Quieren agua salada como el cangrejo ermitaño. Como hay gente hasta en la sopa, nos bajamos a Cala Carbón, de difícil acceso y sin arena. No hay nadie. Nos hacemos dueños y señores. Nuestros tronos sobre las piedras verdosas. En el agua, los críos y mi menda, nos dedicamos a saltar las olas rabiosas que llegan hasta la orilla. Entro y salgo mientras ellos siempre están allí. Algunas familias excursionistas nos envidian y se empelotan al lado. Elvira y Martín hacen amigos con los que seguir saltando. Mientras tanto, me dibujo la cala, algún habitante, Ana y Elvira, que ha salido tiritando.
Nos comemos unos sandwiches y aguantamos hasta que el cielo vuelve a amenazar.
Ya en casa, un rayito vuelve a atravesar las nubes. Rápidamente y con la sirena puesta, vamos a la Isleta, al último rincón de la playa. Pero llegamos tarde, no hace tiempo para bañarse. Dibujo las vistas desde aquí, mientras los críos investigan cómo hacer lo más complicado.
Ya en casa, un rayito vuelve a atravesar las nubes. Rápidamente y con la sirena puesta, vamos a la Isleta, al último rincón de la playa. Pero llegamos tarde, no hace tiempo para bañarse. Dibujo las vistas desde aquí, mientras los críos investigan cómo hacer lo más complicado.
Subimos las escaleras al altozano repleto de casas rodantes y nos entramos al pueblo hasta el hostal. Cañitas y tapas. Elvira y Martín conversan con los pescadores, preguntan si han pescado y los nombres de los peces. Martín se entera de que hay un pájaro al que llaman martín pescador. Él quiere ser, de ahora en adelante, Martín Pescador. Quiere pescar con cañas grandes. Elvira prefiere que sean más pequeñas y manejables.
Cuando volvemos en el coche, se pone a llover. Ahora sí, ahora ya puede llover.
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