miércoles, 8 de octubre de 2025

muerte y resurrección del che guevara


El 8 de octubre de 1967, en una quebrada perdida de Bolivia, Ernesto “Che” Guevara fue herido en combate, capturado y llevado a la escuelita de La Higuera. No murió peleando. Murió prisionero, herido, encadenado a una cama, ejecutado por orden política. Esa diferencia —morir en combate o ser asesinado— marca la frontera entre una muerte de guerra y un crimen de Estado.
Durante décadas, la versión oficial del gobierno boliviano, respaldada por Estados Unidos, sostuvo que había sido “abatido en enfrentamiento”. Pero los documentos, testimonios y hasta las confesiones del propio sargento Mario Terán desmienten esa mentira. Guevara fue fusilado cuando ya estaba indefenso, sin armas, después de haber sido interrogado. Le dispararon primero en las piernas y los brazos, para simular heridas de combate, y finalmente en el pecho. Su cuerpo fue expuesto a la prensa y luego desaparecido. Le cortaron las manos para tomar las huellas dactilares. El crimen fue encubierto con la teatralidad del poder que teme al ejemplo.
Matar al Che fue una decisión política. No se trataba de eliminar a un hombre, sino de borrar una posibilidad de futuro para los pueblos. Un juicio público lo habría convertido en tribuna contra el imperialismo. Por eso lo ejecutaron: para impedirle hablar. Pero la historia es caprichosa. A veces la sangre derramada se vuelve tinta y la voz silenciada se vuelve símbolo
.

Cuando los militares mostraron su cuerpo en Vallegrande, creyeron haber demostrado el triunfo del orden. Pero la fotografía de Freddy Alborta, con el rostro sereno del Che y los ojos abiertos, convirtió la escena en una especie de resurrección. Era un Cristo laico, un mártir secular. La historia del poder se transformó en mito de rebelión.

La imagen tomada por Korda en 1960, “Guerrillero Heroico”, multiplicó su figura hasta lo infinito. El capitalismo intentó domesticarla, imprimiéndola en camisetas y encendedores. Pero incluso convertida en mercancía, la mirada del Che conserva su filo: es la mirada del que sigue diciendo “no”.

El mito se volvió campo de disputa. Para los militantes de los setenta, fue el ejemplo de la coherencia absoluta; para el neoliberalismo de los noventa, un ícono romántico sin eficacia; para las generaciones actuales, un espejo incómodo donde aún se refleja la dignidad. Su cuerpo, hallado y repatriado a Cuba en 1997, volvió a unir la historia y la memoria: lo que pretendía ser olvido se transformó en resurrección política.

El sistema que quiso borrarlo lo terminó eternizando. Y cada vez que el mundo vuelve a parecer intolerable, su rostro reaparece en pancartas, muros o canciones. No como nostalgia, sino como recordatorio de que la ética también puede ser revolucionaria.

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