Hoy visitamos iglesias como si fuéramos devotos. En San Nicolás, una señora reza con una mano sobre un Cristo muerto, moviendo el cuerpo como en trance. Todo parece normal hasta llegar a la capilla del ábside donde San Nicolás, el de Bari, se mantiene arriba y dorado rodeado de ángeles y querubines. Los turistas no paran de hacer fotos. La basílica de Santa María es austera al máximo, si no hubieran añadido esa portada barroca. De golpe, el sacristán dice que salgamos, que hay que cerrar. Los turistas guiris se rebelan. No se quieren ir. Señores, yo tengo que hacer mi trabajo, dice.
Bajamos la calle Mayor hasta el D'Tablas, donde caen unas cañas con chopitos. Comemos en una casa de comidas, escondida en un pasaje, un estofado de patatas y bacalao. Está lleno de curritos alegres que bacilan a la camarera. Ella me felicita por el dibujo y me hace enseñárselo a María, que es la señora que he dibujado en la ventana de la cocina. En un bus nos acercamos a la playa del Postiguet. esta sí que tiene bastantes devotos. Desde la terraza de una heladería la dibujo.
Llegamos a la estación. Un mendigo presumido sentado en el suelo se peina el bigote y las cejas. Vende esos ceniceros tan feos que se hacen con latas de cocacola. Cogemos las mochilas y nos metemos en el tren. La gente espera en el andén para cargarse con los últimos rayos del sol, y no entran hasta el último minuto. Nos sentamos junto a una pija presumida que se mira en la ventana. Vamos otra vez al revés. Detrás del cristal vemos huertas con frutales en las explanadas entre las colinas terrosas, donde algunos excavaron sus casas. Dibujo algunos paisajes chocantes y a este chaval tan alto con una gran cicatriz en la cabeza. Se hace de noche y esperamos que la megafonía retransmita el final de nuestro viaje.
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