martes, 5 de marzo de 2013

de puerto iguazú a san ignacio de miní


Sin prisas vamos a la terminal. Sale un bus a Posadas en media hora. Vemos a Antonio en la estación, que viene del médico que le ha dicho que esa picadura del brazo está infectada. Ellos se van a Asunción. Desayunamos. A mí me ponen una especie de migas que están ricas mojadas en el café y una torta que sabe a tallo; Beni se pide medias lunas (crecientes dicen los franceses).

El bus es muy cómodo. Semi leito. No para de llover en todo el trayecto. Ahí fuera ríos, selva y selva sin apenas espacio para ver la tierra roja, arcillosa. A las dos llegamos a San Ignacio, donde hay una reducción jesuítica muy bien conservada, así que, de golpe, decidimos bajarnos y no ir a Posadas. Seguro que esto es un pueblo más agradable y manejable. En el punto de información turística nos ponen al día. Escogemos otra casa residencial para dormir. Del estilo de la de ayer, con jardín y porche: Los Lagartos. Y a buen precio, que nos estamos yendo. También tiene una cocina comunitaria muy agradable. Dejamos las cosas y nos vamos a ver la misión. De camino, llueve a tope, así que paramos en una tienda donde alquerimos una cerveza de a litro. La señora, súper amable, nos pone una mesa y dos sillas en el porche. Y aquí estamos a la fresca, tan ricamente, esperando a que escampe.

Las ruinas de la reducción dan una idea clara del concepto jesuítico de misión, su estructura de campamento mirando a la iglesia y su idea de doy protección por trabajo y os dejáis evangelizar. También te ilustran sobre la religión guaraní y su sincretismo con el catolicismo: un solo dios creador, ayudado por pequeños dioses-santos y la madre naturaleza-virgen maría. También oímos música guaraní y jesuítica de violines barrocos, mucho mejor la música folk que la clásica, donde va a parar.

Pero lo mejor de todo es que son ruinas de roca roja en medio de la selva y comidas por ella. Eso es lo más bonito: los árboles que se han jalado los pilares (escondidos dentro de los troncos), las plantas entre las piedras, el musgo cubriendo de verde fosforito las piedras, las higueras (no son como las nuestras) entre los frontispicios y asomando tras las ventanas. Tiene un punto cojonudo, porque como está conservado (declarado Patrimonio de la Humanidad) es una selva controlada y, por tanto, accesible.
Allí nos quedamos paseando y disfrutando hasta que se nos hace de noche y los árboles se hacen
siluetas junto a las piedras y los termiteros de tierra roja. Al salir, vemos un súper. Compramos pan, tomate y un chuletón bien gordito de ternera por dos perras. Nos lo hacemos en la cocina del residencial. El dueño nos espera para cobrar. Nos apañamos una mesita y a zampar. El chuletón está buenísimo aunque no sea a la brasa sino a la plancha y el tomate sabrosísimo. Yo hago la cena y Beni limpia. Mientras lo hace, me fumo un cigarrito tomando el fresco en el porche. Me estoy acostumbrando a esta vida y luego lo echaré en falta. Esto no está nada mal. Supongo que podría ser incluso mejor, pero ya no merece el esfuerzo.

lunes, 4 de marzo de 2013

cataratas de iguazú


No voy a contar aquí cómo son las cataratas de Iguazú. Sólo diré que son una salvajada y, aunque no son más altas ni más grandes, sobre las del Niágara tienen un gran plus: la selva. Con árboles desconocidos para mí como el guayabí, el timbó, el sabuguero, el palo rosa, el fumo bravo o el mermelo y plantas como la caraguatá y la bromelia, que se dedica a hacer cosquillas en los pies. El paseo por las cataratas es una ruta por la selva con grandes arañas, mariposas de todos los colores, la tersina (un pájaro azul), mogollón de coatis (con su hocico flexible, grandes comedores de tarántulas y frutas, las crías son preciosas), hormigas gigantes, tucanes, peces, lagartos, muchas clases de golondrinas y unas pequeñas zancudas con una pluma a lo mosquetero, tortugas… y de repente una cascada gigante que al acercarte, del agua pulverizada en el choque, te empapas a gusto. Es tal el estruendo de las cascadas que tienes que gritar como el pequeño músico tamborilero de aquel grupo de niños de Bertold Bretch que recorrían Polonia en guerra huyendo de todo. Y, después de verlas desde abajo, subida al río que atraviesas y luego llegada justo en ese sitio donde el agua se hunde como en un agujero negro y cae a toda velocidad rugiendo como una bestia: La Garganta del Diablo, Pachamama enfurecida, un placer inmenso, empapándote en medio de un montón de pequeños arcoiris que forman los millones de gotas. Un éxtasis, puro placer de los sentidos. Alucinante perspectiva del río desde arriba hundiéndose y detrás todas las cascadas de la herradura de un color blanco amarillento. Y en el centro, columnas de micro gotas de agua que suben y luego se lleva el viento hasta empaparnos.

Volvemos cansados en un pequeño tren. Antoñito se ha dormido. El conductor del bus nos abre las puertas de atrás y metemos el carrito, y nosotros mismos. Nos para en la puerta de casa. Me pongo el bañador y me enchufo la manguera de agua fría. Beni se tumba en la cama y yo enciendo el ventilador
y me pongo a escribir en la mesa del porche. Se nubla y se pone airecillo. Después del estruendo el silencio, la paz. No hemos comido aún nada pero estoy en la misma gloria, es todo tan desigual, tan artesano: la vieja mesa, las sillas destartaladas, la madera abierta del techo el sencillo suelo de cemento ¡cómo me gustaría poder disfrutar más estas pequeñas cosas! ¿O es necesario ver las cataratas de Iguazú o una maravilla parecida para luego sentirte así?

Salimos a cenar. En el súper compramos para hacernos bocadillos en el viaje de mañana. Visitamos el pueblo, me compro unas chanclas para no andar todo el tiempo con botas. Paramos en un restaurante. Lo típico: bife de costilla (chuletón de ternera) a la brasa y ensalada. Como Lacordeta, no nos cansamos
de comer carne. Un litro de Budweiser y coca cola. A la vuelta están Gloria y Antonio en el porche con el niño dormido. Hablamos de nuestros viajes, pero sobre todo de Paraguay, de los niños que curran, de ese buen rollo que parece emanar de la gente humilde, de lo bien que se está en este porche. Nos
cambiamos correos electrónicos (nos han hecho muchas fotos en las cataratasy nos despedimos. La habitación está fresquita, nos dejamos dormir.

domingo, 3 de marzo de 2013

huellas en la nieve












de asunción a puerto iguazú


Nos despertamos en otra ciudad. La plaza está llena de gente con su termo de tereré y el día está nublado, lluvioso. El tráfico circula y la gente ha dejado los trapillos de andar tirados el domingo por camisas y vaqueros. Salgo a cambiar, las tiendas están abiertas, el Museo del Ferrocarril (me cuenta el
portero que ahora no existe el servicio del vapor al lago, porque resién están reconstrusendo un puente). En las calles han crecido tiendas con dependientas y público. Veo una bonita de artesanía de los indios que lleva una abuelita, tené unas máscaras lindas de animales: tigres, cacatúas, lechuzas, papagayos, monos de madera de balsa con colores fuertes. El Museo de Bellas Artes. Compro guaraníes y luego me voy a desayunar con Beni. La convenzo para dar una vuelta y así cambiar su imagen de Asunción. Vamos al Museo de Bellas Artes, que consiste en un cuarto con unos treinta óleos de pintores paraguayos del siglo XX. Nos encienden la luz de uno en uno pues no está ventilado y hace mucho calor.




Colectivo hasta Ciudad del Este. En resumen: todo el trayecto, de oeste a este del Paraguay, es selva, que en algún trozo han comido para pasto o cultivo. Casi toda la carretera tiene casas a ambos lados que constituyen núcleos de población, dejando unas franjas de 50 metros desde las casas a la carretera, donde hay jardines, árboles de sombra con algún banco debajo, pasto con vacas, marquesinas rústicas de madera, las terrazas de los bares o paradores, hombres montando a caballo, carros tirados por mulas, alguna iglesia pequeñita que se ha saltado las normas o una gomera de madera (para arreglar pinchazos). De la fila de casas con cerca para allá, todo parece selva o alguna plantación comida a la selva. El bus es magnífico: un microbús de lujo con aire acondicionado, semicamas nuevas y un piloto que le aprieta mientras toma tereré y habla por teléfono con los amigos. Un lujazo.

Llegamos enseguida a Ciudad del Este, y decidimos coger el bus hasta Puerto Iguazú, que es la población más cercana de Argentina para ir a las Cataratas, ya que la gente comenta que desde aquí se ven mucho mejor y es más bonito el paisaje. El bus es uno urbano que tarda mucho en aparecer. Pasa la frontera a toda leche, Brasil y Argentina. En Argentina nos sellan los pasaportes para sesenta días. Cuando trato de sacar pesos, el bus casi se me va si no es por Beni y Antonio, un pintor que vive en un pueblo de Toledo cerca de Navalcarnero.

Antonio está casado con una paraguaya, Gloria, y tienen un hijo que se llama Antoñito. Tiene los brazos y las piernas llenas de heridas de picaduras de mosquitos, algunas muy feas. Nunca ha salido de viaje y da gusto verlo alucinar con cualquier cosa. Les ayudamos a subir al carro, y nos presentamos en la espera. Luego pedimos información juntos y buscamos hotel al llegar a Puerto Iguazú. Nos marean un poco pero al final encontramos una casita preciosa con porche, habitación chulísima con mosquiteras, aire acondicionado, techo de madera, suelo de cemento pulido y baño privado; el mejor hotel hasta ahora, sin duda. Son varias casitas con un jardín común y la nuestra es la mayor, con un gran porche. Descansamos, nos duchamos y cenamos bife a la brasa delicioso ¡Qué bien lo hacen aquí en Argentina! Con papas y tomate con orégano y un litro de Quilmes. Ahora sólo queda una maravillosa cama fresquita.

sábado, 2 de marzo de 2013

Islas















de formosa a asunción






Finalmente ayer cenamos en el puerto, a la fresca, viendo como los sapos se cenaban a los mosquitos pero no se atrevían con los grillos, que se quedaban inmóviles, bajo una potente sinfonía de sonidos animales.
Despertamos cuando el sol ya pica. La habitación es un cocedero de mancheguitos y me salgo al patio. El suelo es de mosaico rojo exactamente igual al de la huerta. Hay algunas plantas grasas que no he visto en mi vida. Un bus para la terminal. Allí esperamos en una terraza bebiendo coca cola. Niños pidiendo y vendiendo ajos, pastas. Perros sin dueño por todas partes, tumbados a la sombra, entre la gente.

Bus semicama y aire acondicionado, cómodo. En la ventana palmerales y selva comida a trozos, extensiones quemadas al bosque para pasto o cultivo, lamentables palmeras secas con los troncos negros. Trozos conseguidos sin un solo árbol. Paso fronterizo San Ignacio de Loyola. Caramelos, chupetines, mentaflú, dulce de maní. Todos abajo. Cola argentina, cola paraguaya. Cambio sesenta dólares a 4.500 guaraníes el dólar. Con una moneda de tan poco valor no hay quien calcule el gasto, todo cuesta muchos ceros. Indias vendiendo artesanía, la nariz ancha y aplastada, menos pómulos, la cabeza más redonda, el pelo suelto y negro, los ojos grandes.

El río Paraguay, grande. Subimos una cuesta para coger el puente. Kilómetros de arrabales. Melón pelón, Oasis Melisa, rayos x, hablá inglés, viví tus sueños, parabrisas La Moderna, Centro Cristiano,
baldosería. La Terminal, follón, cuidado. El taxi pide 35.000, mientras tranquilo se echa su mate. Muy caro le digo mientras veo los colectivos. Ferretería El Gordo, extintores Bomberito. Calles con
chalets caros, con piscinas y 4x4 en el porche, todos con jardín. Por fin la Estación Central de Ferrocarril, Eloy Ayala 609, Hotel Plaza.

Santa María de la Asunción nació como fuerte en 1537, levantado por Juan de Salazar en una bahía con aborígenes amigos, en su búsqueda de Juan de Ayolas. Es una ciudad muy extensa y con mucho verde, como si hubieran colocado las casas entre los árboles de la selva. En ella vive el 30% de la población paraguaya. Desde el puente podemos haber recorrido unos quince kilómetros. Resulta difícil entender una capital así. Sólo el llamado microcentro, donde estamos, tiene el aspecto de una ciudad normal, y aún así tiene muchas zonas verdes que despistan nuestra mente cuadriculada. El hotel es antiguo, bonito y rancio. El ascensor es de madera, los suelos de mosaico, cemento hidráulico en damero, las puertas de madera oscura. Cada piso tiene una salita común con una pared de piedra, chimenea y muebles de los cincuenta. Parece cogido de uno de aquellos libros que rondaban por casa para hacerse uno su propio chalet. Parece que un estupendo estilista ¡la hubiera recreado cuarenta y siete años después!

Salgo a inspeccionar mientras Beni descansa. La plaza llena de gente tirada. La Estación Central de Ferrocarril está abandonada, algunos chavales han metido el coche y charlan subidos a un antiguo vagón de madera. Abajo está el río, la Bahía de Asunción, subo en dirección contraria. Basura, casas destrozadas, sin gente, algún quiosco ambulante. Todo dejado de la mano de Dios y del Estado. Pregunto por la Catedral Metropolitana. Cinco y cinco cuadras. La Plaza de los Héroes, la calle principal, cafetines, terrazas, el bar Lido. Me siento en la terraza del Lido y dibujo el Panteón y los edificios anexos. Me bebo una Brahma bien fría (aquí la ponen dentro de un cubo con hielo) y un pastel de carne caliente con huevo cocido muy rico. Se acerca Daniela, un chica de unos ocho años, vendedora de chicles. Inocente me explica lo que he dibujado: Estos carros son aquellos ¿viste? Y aquellos árboles, estos. Al lado un poli toma nota o denuncia a un chavalín que vende mate en un gran termo. Se me hace tarde, voy a por Beni.

Vemos la catedral, normalita, colonial, encalada, fresca. Cenamos vienesa (la carne y las papas mucho peor que en Argentina) y una ensalada de palmitos con tomate. Al salir otra vez la ola de calor (35º de noche y con brisa del río, es espantoso). Paseamos por las calle principal viendo edificios bonitos modernistas, pero sobre todo afrancesados. Al volver a nuestra plaza, la Plaza Uruguaya, los soportales de la Estación están plagados de jovencitos y chavalillas con camisetas negra, aros en las orejas y la nariz.
Vamos al café literario. Se llama así porque hay libros que puedes leer mientras bebes un zumo de limón por 10.000 guaraníes.

viernes, 1 de marzo de 2013

de jujuy a formosa


Cama y ducha. Y frente a la terminal un desayuno continental. Tienen red inalámbrica pero no quieren darme la clave. Tranquilamente esperamos la hora del bus.


Bus hasta General Güemes, que es nudo de autobuses para Mendoza, Posadas e Iguazú. Comida en la terminal. Una chiquilla de 12 años nos recomienda el menudo: yo me comí dos platos. Guiso de menudo o panza (callos) con papas y arroz, bastante bueno. A las cuatro llega el nuestro a Corrientes. Bus semicama, bastante cómodo. Las montañas se van alejando cada vez más azules con sus moñas de nubes. Y aquí verde arbolado a tope, aparecen palmeras, plantaciones de tabaco y un montón de vacas, cultivos en los claros pero sobre todo árboles con vacas. Cada vez más Cuba. Casitas escondidas, solitarias. Secaderos de tabaco. Nos pasan unos sándwiches para la cena y tratamos de dormir, casi imposible con los dos gemelos llorones que nos han tocado delante.  A las cuatro y media llegamos a  Corrientes.


En Corrientes otro bus a Formosa, de camino a Asunción. Tres horas durmiendo a tope, con las chambras puestas y los asientos súper cómodos. Solos en el piso de camas. En la gloria sin películas. Baño privado. La Terminal de Formosa es cubana. Cemento pintado de azulón, mucho calor y olor a petróleo, y palmas reales por todas partes. La ciudad es de casitas pequeñas, muy extendida. La basura en cestas metálicas elevadas. Cogemos un taxi que nos lleva al centro. Plano en el punto de información, el funcionario ha estudiado en Madrid, ahora nos habla comiendo caramelos y no se le entiende nada. Nos ofrece la visita a una laguna cercana llena de mosquitos y de aves, pero este clima tan repentinamente caluroso nos tiene aplatanados. Buscamos un hotel barato, nos ayuda un chaval aburrido que nos enseña todos los hoteles a cual más caro. Nos dice que hay nueve chicas por tío, así les va que no espabilan. Nos ofrece las vistas del río Paraguay con la posibilidad de atravesarlo en barcaza, nosootros vaamos a haseer coompras. Damos con un hotel en una casita baja con patio. Habitación con baño privado (no ha de tener baño ¿creen que esto es Francia? dice la señora indignada) y ventilador. Por aquí hace un calor del carajo, aunque dicen que por las noches refresca.

Formosa es una ciudad tranquila y ordenada. Calurosa. Todo abre tarde y se respeta la siesta. Caminamos hacia el puerto. De aquí salen los barcos que atraviesan el río Paraguay hasta el país con ese nombre. Desde aquí se hacen compras aunque ahora, con la fuerte inflación de Argentina, dicen que su plata no vale. Parques en el puerto con palmeras. Luego buscamos algún bar con aire acondicionado para tomar un refresco. Nada, todo cerrado hasta la noche.

La plaza ocupa cuatro manzanas de este a oeste y una de sur a norte. Las calles más concurridas, por decir algo, son las que van de la plaza al río Paraguay, donde está el puerto y la aduana. Encontramos un restaurante abierto (el Maxi) cerca de la plaza. Todo carne, como era de esperar. Yo como lomo en salsa y ñoquis, y Beni vacío de ternera con ensalada. Buena carne. Después hay un garito al lado con un grupo de viejos borrachos que cuentan que la felicidad del brasileiro está en su camión Chevrolet y su mujer paraguaya.
- Es sierto que la mujer paraguaya es linda, laboriosa y fiel, es la mujer que puede haseros felís… mi mujer siempre se está decorando… yo ya no bebo alcohol fuerte, sòlo una buena servesa, y vino sólo en invierno…

Nos pedimos un café descafeinado. Argentina es el único país que hemos visitado donde existe esta gilipollez. Descansamos largo rato con el aire. Vamos al hostal Residencial. En el camino una peluquería. Me quedo a pelarme, hace demasiado calor. El peluquero me invita a un tereré, que es mate frío, un invento paraguayo. Está bien. Me habla bien de Paraguay, él ira mañana al cumpleaños de una amiga. Para él Formosa es una ciudad demasiado tranquila, le gustaría venirse a Madrid. Me mete la máquina y me deja lindo. Listo para el calor.

Respetamos la siesta como buenos formoseños. Bajo el ventilador del cuarto y recién duchados. Esto es un verano en regla, de treinta y cuatro a la sombra, a mediados de febrero. Salimos, la ciudad ya es otra, ésta es la que buscábamos. Formosa se enciende y empieza a funcionar: están poniendo las terrazas y
refresca. Nos sentamos en la terraza del Hotel Turístico Internacional que está frente al puerto y tiene WiFi bajo las palmeras. Miro el correo, oímos a los amigos y envío las crónicas escritas. Y ya sólo nos queda pasear con la fresca y beber en las terrazas de esta ciudad cubana.