martes, 18 de octubre de 2016

billares


Los billares eran la única alternativa de diversión posible una vez que uno superaba la edad de andar por los descampados buscando lagartijas. En realidad al billar solo jugaban los mayores, los niños ocupábamos los futbolines, y cuando había dinero, rara vez, la mesa de ping-pong y las máquinas, que más tarde se llamaron de pinball a raíz de la ópera rock Tommy (The Pinball Wizard), de The Who, que narra las peripecias de un niño sordo, ciego y mudo que conecta con las máquinas tragaperras y es el número uno del mundo jugando con ellas. Como vemos, el LSD también ha hecho daño. En España, se llamaban máquinas, sin más. «Vamos a echar una partida a las máquinas», decíamos.

Los billares no eran un sitio adecuado para los niños, según los padres, porque se mezclaban jóvenes de todas las edades y se fumaba mucho. Tabaco, por supuesto. También se decían tacos y se producían peleas cada dos por tres. Presenciando una partida en unos billares junto a la calle Gabriel Lobo, a la vuelta del colegio, tras hacer una bola, que es como se llamaba a la carambola, uno de los jugadores le arreó con el taco al otro en la cabeza con todas sus fuerzas. Salí corriendo porque sabía que eso no iba a quedar ahí. No dejé de correr hasta llegar a casa. Éramos como perros de la pradera, ante la más mínima señal de alarma, emprendíamos la huida. Vivíamos a la intemperie, éramos carne de cañón, solo el instinto de supervivencia nos mantenía vivos. Ahora se ven menos costras en las rodillas, cicatrices y escayolas. Los niños viven más relajados.

Todo el mundo coincidía en que los billares no eran una buena escuela, pero no había ningún otro sitio donde ir, se convertía en el refugio universal, entre otros, de los que hacían pellas. También de rufianes, choricillos, macarras, convictos y todo tipo de personal de catadura moral dudosa. Las niñas no entraban. Si el sábado no había dinero para el cine, se pasaba en los billares. Ahí se reunía toda la golfería del barrio, había que ser discreto y mantener la invisibilidad porque en cualquier momento te podías ganar una gaya. Un simple cruce de miradas podía derivar en un «¿tú qué miras?» y la sensación de estar con un pie en el otro mundo.

El Gran Wyoming en ¡De rodillas, Monzón! Editorial Planeta. 
Primer tomo de su autobiografía, que sale hoy a la venta.

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