En 1976, el director de cine francés Jacques Rivette viajó a Lisboa con motivo del ciclo, programado por Bénard da Costa, que le dedicó la Gulbenkian. Una noche, Bénard da Costa y el gran cineasta portugués António Reis fueron a cenar con Rivette en un restaurante de la Baixa. Después lo llevaron a ver la fachada art decó del Animatógrapho do Rossio. La última sesión de cine ya había acabado pero había luz dentro, y Rivette quería ver la sala, por más que le advirtieron que no tenía interés. Bénard da Costa llamó a la puerta y abrió el propietario, que estaba solo, haciendo las cuentas del día. Les dejó entrar y estuvieron un rato hablando con él. Rivette preguntaba y Bénard da Costa hacía las veces de traductor, del francés para el portugués y viceversa. Quería saber si asistían muchos espectadores, qué tipo de público y qué tipo de películas programaba. Por entonces el Animatógrapho do Rossio aún no se había especializado en el porno.
El hombre, un tanto desconfiado, explicó que pasaba todo tipo de cine, eso sí, mientras fuera divertido y agradable. Y viéndose animado a hablar, se explayó: las películas que proyectaba eran para el público y no para complacer a esos "señores críticos" que ahora andan por ahí hablando mal de lo que le gusta a la gente y poniendo por las nubes películas aburridas que nadie entiende. Y como los tres visitantes nocharniegos se rieran, ya se desahogó: él era amigo de todo el mundo, pero había dos tipos de personas que odiaba con toda su alma, a los comunistas y a los críticos; si de él dependiera ni uno sólo de esa banda de provocadores andaría por la calle. Nunca supo aquel hombre que tenía delante a tres de esos criminales que odiaba: uno de los paisanos, por hacer películas de esas aburridas que nadie entiende; el otro, por ponerlas por las nubes; y el francés, por partida doble.
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