Era una gran habitación, solamente iluminada por una vela pegada al suelo. El saltimbanqui estaba tumbado de espaldas sobre un jergón. Era un hombre grande, con una nariz quijotesca inflamada por la bebida. Madame Tentaillon estaba inclinada sobre él, aplicándole una embrocación de mostaza y agua caliente en los pies. En una silla próxima se encontraba sentado un muchachito de unos once a doce años, balanceando los pies, que no le llegaban al suelo. Estos tres eran los únicos ocupantes, si exceptuamos las sombras. Pero es que las sombras constituían una compañía por sí mismas. El tamaño de la habitación las alargaba hasta tomar gigantescas proporciones y por la posición de la vela, la luz iluminaba de abajo arriba, produciendo un deformante acortamiento de las piernas. El perfil del saltimbanqui se alargaba y encogía, cuando la luz de la vela oscilaba con la corriente del aire. La sombra de Madame Tentaillon no era más que una gran joroba que le salía de los hombros, sobre la cual, de vez en cuando, aparecía el hemisferio de la cabeza. Las patas de la silla aparecían estiradas y adelgazadas como zancos. El muchacho encaramado encima semejaba una nube en la esquina de un tejado.
R. L. Stevenson, El tesoro de Franchard. Romerman Ediciones. Santa Cruz de Tenerife 1968.
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