Decidieron olvidar los teléfonos dentro de los cajones y abandonar los despachos, los edificios de cristal, el vaivén de los coches, los propios zapatos relucientes.
Llamaron a las puertas de los amigos de la infancia con ganas de agasajarlos, de abrazarlos de verdad.
Besaron las mejillas cálidas de sus mujeres y mesaron el pelo de sus hijas.
Mojaron pan en el tazón de leche caliente mientras hablaban con sus madres delante de la chimenea y con las yemas de los dedos acariciaban a sus perros. Cada llama les trajo una vieja historia.
Ponían trozos de manzana a los pájaros, regaban las plantas, dormían la siesta bajo los grandes árboles. Fregaban la loza, bendecían los campos, abrazaban las grandes piedras, miraban las estrellas, disfrutaban la niebla, sonreían a la gente, bebían y comían con ellos.
Lloraban por sus grandes errores. Enterraban el dinero para que el agua lo pudriese. Fundieron los metales para hacer palmatorias. Abrieron sus puertas para que entrase la lluvia.
Finalmente, olvidaron todo y miraban las cosas con asombro.
Empezaron a besar desconocidos, a tratarlos como buenos hermanos. A charlar sin prisa y sin motivo.
Se volvieron tiernos. No era pasión, pero sí un fuerte ánimo por sorber las gotas de miel. Aquella deliciosa y dulce miel.
Y todo aquel mundo que hasta ahora pareció imposible, devino.
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